POLONIA

Nada de lo que Michael Green viva durante los próximos 10 meses en Polonia será nunca comparable a la llegada, de noche ya, a un aeropuerto extraño y colorido. Todo ha resultado muy suave, agradable, y casi, casi natural. Quince minutos de andar por la pista de aterrizaje cual tortuga impávida le han sacado los colores, sí, pero como digo, de una forma progresiva, uniforme, sin violencia, sin temores, sin dramatismos, Sheila. En esa lenta tesitura conversa con una joven y fea polaca: ¡Vas a estudiar en Sosnowiec!– dice en inglés, y la mueca de desconcierto le dura aun cuando bajan en fila por la escalinata a cielo abierto. La sensación de soledad y ensimismamiento se hace potente entonces, sobre un suelo tan igual al de cualquier pista de avión, y tan distinto al mismo tiempo. Huele a lo nunca olido antes, y ya en el autobús del aeropuerto, rumbo al pequeño edificio principal, Mike llama a su padre querido: He llegado bien. Agatha me espera en la salida.*    

Sólo los aeropuertos proveen de autosuficiencia a los perplejos. O eso, o adiós, maletas. Pero ambas resurgen lánguidamente en la cinta, y entonces parece que la cosa marcha bien. No perdamos la compostura, sin embargo. Una ojeada al espejo y me veo cansado, sólo por falta de sueño, mis ojos lo dicen y, verdes, gritan de pronto: ¡Agatha! Hay que salir a Polonia, la verde. Y cómo, cielo santo, cómo será esa Agatha querida, y los pasos son tan  largos como vidas cuando llego hasta la Zjazd, y más abajo pone: Exit. Miro alrededor sin detenerme, algo tenso, y ahí están, ella, verde, y su novio, tan quietos como en las fotos que miré y remiré para sabérmelos de memoria. No me queda más remedio que acercarme en mi patético trajín, y en un último arranque de arrojo, exhalar un sonriente y agotado: ¡Hola!

Un apretón de manos cada uno es simplificar aun más las cosas, ahorrarse protocolos y energías, y marchar precipitadamente al coche. Agatha sonríe todo el tiempo –porque en eso no escatima–, y su voz en español fluye solemne, como un himno de armonías sencillas y hermosas. Su novio concentrado al volante es lo más silencioso. Habla sólo inglés, y responde con lacónicos your welcome a mis thanks agradecidas. Todo cuanto intuyo a los dos lados del camino me enajena, me emociona, me transporta. Y al pensar en todo ello casi alcanzo a comprender la lejanía en que me hallo. La noche delinea a su manera los contornos ignorados: la vegetación vellosa, suave, las formas y colores censurados del paisaje. Las señales privativas de la vía. Nada tiene relación con la cosa acostumbrada. Ni siquiera el ser humano grave y rubio. Y surge esta impresión de dúctil exotismo, que encandila y acojona al mismo tiempo.
Agatha me habla mientras tanto sobre cosas que sostengo y no sostengo. Llámame Agga, es más fácil y es lo mismo. La ciudad de Sosnowiec, los polacos, la carrera, el habla hispana, ella me cuenta. ¿Tienes frío? Y sólo entonces me percato. No, no lo tengo. Ni al bajar del grato avión. Yo pensaba sólo en eso y al llegar ni me he enterado. No hace frío y sólo siento sequedad. En la garganta. Y creen que es factible una cena en el único servicio abierto a esta hora: Un McDonald´s. Ellos ya han cenado, y entonces la cosa no es como yo había imaginado que sería. Nada de sentarnos a una mesa a contemplar ojos inquietos que quisieran indagarme. El McDonald´s no es un bar. Está cerrado y nos atiende un pedestal con voz polaca. Servicio de máquina, como he visto en las películas, que excreta mi cena por una fisura metálica y recoge los primeros zlotys* con que pago. Avanza luego el coche a una cuneta, y Agga me invita a comer en silencio, aunque en realidad quiera decir tranquilo. Habla en polaco con su novio mientras devoro la hamburguesa y las patatas en mi rincón del asiento trasero. Tenía hambre. Mucha hambre. Y hago honor al patronímico de comida rápida. La residencia queda a diez minutos.

El rubio muchacho al volante arranca y acelera una vez más, atajando la noche más oscura que haya visto. Polonia se me oculta, suavemente, y yo sólo la discierno por las sombras amarillas que proyecta la autopista. Las ramas de las hayas son inciertas, pero están. Y un abeto se refleja de repente en perspectiva caballera. Agga continúa dando signos de que existe, de que es aun más real que sus fotos de Facebook, y me da las primeras indicaciones con un hilo de risa cordial: Sosnowiec es muy feo, te lo aseguro. Lleva siempre ropa de abrigo, porque yo vivo aquí, y siempre tengo frío. Entretanto, dos señales de tráfico con ciervos pintados. ¡Sarna!, porque así los llama ella. Y hacemos las pertinentes bromas al respecto. 
A menos de un minuto de los ciervos, las luces ambarinas del poblado.


*Cuando la plaza en la universidad de destino me fue definitivamente adjudicada, mi coordinadora en Polonia facilitó mi dirección de correo electrónico a tres alumnas de Filología Hispánica. De entre ellas, Agatha fue la única que mostró verdadero interés en facilitarme del todo las cosas, y durante meses mantuvimos un estrecho contacto cibernético que aclaró bastante el camino. Hoy, ella y su novio me esperaban en la puerta de salida, para recibirme y llevarme en coche hasta la residencia donde habitaré los próximos 10 meses.


*El Zloty es la moneda polaca.



1 comentario:

  1. Y mientras tanto, la vida seguía por aquí...más todos expectantes, deseosos de una llamada tuya.

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