A las ocho en punto tronó el despertador como un aullido y desperté sobresaltado, dispuesto, sin miedos analíticos. Supe dónde estaba, aunque dudé si había dormido en realidad, o si Sheila –y era un sueño inevitable– había estado dando tumbos por la cama como una bailarina. La aventura continuaba, pero ahora con un sol omnipotente chamuscando las cortinas y una luz sincera y roja golpeándome los ojos. En la puerca habitación de los conserjes no había una persiana que frenara nada de esto, y el sudor, que no el cansancio, había abandonado mis entrañas para irse a acomodar sobre el camastro blanquecino: Para ti, perro guardián, pensé cargado de malicia, bébelo y contágiate de los recelos que causaste. Con ello reviví las circunstancias de la noche y recordé los pormenores de mi cruda situación: Si la doctora Cyrcelia Patroszky no había leído mi e-mail tendría que bajar a recepción y hacerle frente a ese canalla. Traté de no pensar en ello y confiar el desenlace a mi buena suerte habitual: Cyrcelia vendría. Allí estaban la ventana y su telón, y no había nada entonces que moviera con más furia mi inmoral curiosidad. Descorrí las colgaduras y asomé a mi nuevo mundo con estudiado reconcomio: Entonces contemplé las mismas estructuras macabras de la noche, pero ahora saturadas de color y tan brillantes que cabría compararlas con estrías sobre un lienzo iluminado. La imagen de los edificios sucios lucía tan grotesca como ayer, pero el césped entre ellos era verde, muy, muy verde, y varias viejas de semblante inofensivo paseaban perros gordos y holgazanes. Miré hacia arriba. El bullicio cotorril de una especie de cuervo-mirlos atronaba el cielo azul-mañana, y el efecto de exotismo me embriagó una vez más, allí, en mi celda del piso bajo. Hombres con sierra mecánica o un artilugio parecido rondaban el césped de aquí a allá. Uno de ellos pasó justo a mi lado, pegado a la ventana, me observó un instante y luego continuó su marcha. Las únicas dos caras de los únicos dos polacos de más de 25 años con que había topado desde mi llegada resultaban intratables, y ahora, reculando a la segura habitación en que yacían mis cosas apiladas, pensé que tal vez llevar mi mundo a cuestas me valdría la auto-reclusión a que se lanzan aquellos que descubren ser hostiles a su nuevo entorno. Hostiles hacia algo que no los daña realmente, pero que huele a tan distinto, a tan difícil, que termina por cagarlos y sumirlos en la cómoda parquedad de los recuerdos. Es algo parecido a justificar la pereza endémica de nuestras sociedades cuando han de enfrentarse a los patrones de culturas que no entienden –la causa del racismo o la homofobia no es la guerra de valores, sino el ciclo de bostezos que se incluye en nuestro horario–, con la insigne diferencia de que, en este caso, el hombre maniqueo queda solo, bostezando frente a ese mundo dinámico, y no apoyado por la superestructura de un dinámico bostezo colectivo… Bostecé después de eso, y negué con la cabeza: Esta es mi primera mañana polaca: vamos a vivirla como tal. Reactivé mi compostura y puse en marcha la alborada: Agua fresca anti-sudor. Pensar en los extremos de mis piernas sobre la placa pegajosa de la ducha resultaba casi obsceno, pero nada me paró hasta encontrarme bien dispuesto, atusado como nunca y prevenido contra todo lo que el día me trajera. Estuve organizando mil papeles y después miré la hora: Eran ya casi las nueve y la doctora Cyrcelia Patroszky no llamaba. Estaría recluido en ese cuarto hasta que se decidiera a hacerlo, así que me dediqué a filmar alguna toma de la rancia habitación y a hacer un par de fotos al paisaje que se abría en la ventana.
El tiempo recorrió cada esquinita de mi cuerpo y se detuvo en el estómago vacío. La noche anterior no había comido más que una hamburguesa de aire y una mezcla de aditivos incrustados en patata, y conforme pasó el tiempo el hambre se hizo más y más molesta. A las 11:00, hambriento de verdad y cabreado por lo mismo, tuve claro que mi coordinadora no había leído el correo y que no vendría a solucionar nada. Pensé que llegaba la hora de la verdad: salir del cuarto y enfrentarme al perro vigilante en su propio territorio, el rincón humeante. Llamé a Agatha para informarle de mis movimientos, recogí las maletas, me relajé un rato en la cama, y tras meter algo de dinero en la cartera salí al pasillo. Estaba tan vacío como anoche y no escuchaba un solo “ploc” que hiriera el aire. Anduve lentamente, recordando a las madres de varios arquitectos y demás, y como la recepción quedaba a diez pasos a la vuelta de una esquina bien siniestra, los usé para ensayar el movimiento de cabeza de los dignos. Tenía un hambre de lobo y eso me brindó la suficiente embriaguez para atreverme a dar guerra a un hombre imbécil, y avancé incluso iracundo hacia el conflicto. La esquina se torció antes de que yo pudiera hacerlo y el mundo rugió de sorpresa: Mi perro amigo había desaparecido. En su lugar hallé una vieja sonriente, de pómulos hinchadamente simpáticos, que habló cosas polacas entre risas mientras yo me acercaba a la ventanilla. No sabía nada de inglés, por lo que no llegamos a entender una palabra uno del otro, pero hizo un gesto invocando a la paciencia y llamó a una compañera algo más delgada, de unos cincuenta y muchos, aunque guapa y elegante. Ella entendió como pudo la sarta de incomprensibilidades que expliqué –en un medio inglés-español colmado de gestos y onomatopeyas que, me temo, será mi idioma por estos pagos– y trató de apaciguar mi ánimo entregándome el DNI, el Pasaporte y la Tarjeta Sanitaria. La efectividad de mi palabra me sobrecogió. Referí ciertas protestas por la actitud del perro estúpido, y cuando me disponía a narrar la historia completa de la noche ella me interrumpió en el acto y habló con la mesura de una cortina –nunca el inglés sonó tan bonito–: Cyrcelia Patroszky había llamado por teléfono a Recepción y aclarado las cosas esta mañana. Michael Green quedaba oficialmente admitido y tenía derecho a una habitación individual en Student Hostel Num. 5. Sonreí, sencillamente: Amo de verdad a las mujeres, porque saben lo que toca a cada instante. La reunión seguía en pie y era menester apresurarse. Cyrcelia me esperaba en su despacho de la Wydział Filologiczny para hablar de lo que a ambos concernía. Y la puerta de mi celda estaba abierta:
La calle me deslumbra y me conmueve en el instante de salir. Casi puedo oler el cielo. Los árboles son verdes, sí. La dulce libertad llega tan pronto como mandan los colores. Pero no dejo fluir las emociones, disparatadas ahora por la sensación de libre albedrío tras una noche de saberme prisionero. Quiero ser extradiegético, analítico, y lo soy mientras camino por el césped en dirección a la avenida.
Los árboles, en efecto, son verdes, y los hay de muy variadas formas y tamaños. Hayas sobre todo, pero también abetos, alerces y abedules, todos ellos repartidos a los lados del camino con el orden y el concierto propios de un bosque salvaje. Esta argamasa sería preciosa por sí sola, pero todos los escombros del humano discurren sobre ella con su gris plastificado de miserias. La mala yerba crece en cada esquina, y aunque aquí no deja de ser verde, las esquinas no son árboles o lechos, sino sucios edificios de perfil destartalado que se alzan hacia el cielo desoyendo los principios de la estética más elemental. Esta vez no es cuestión de preferencias o bostezos –donde no hay más que arboledas y apagados edificios de viviendas, no erijamos un moderno rascacielos plateado–. Las cosas están sucias, maltratadas. Sosnowiec sufre indicios de una triste y dolorosa senectud no deseada.
Salir a la avenida me estimula un poco más. La vida, que asumía el sueño tétrico de noche, fluye ahora, natural, sobre la calle con aceras levantadas. Atrás queda, entre los árboles y algunos edificios bajos, la imponente chimenea de la fábrica gigante. El humo que vomita cae a chorros sobre el mundo en movimiento, y nada como eso para dar diente con diente y no salir de mi escondrijo en todo el año. Mi dirección es la contraria, menos mal, destino: Facultad de Filología; no pienses, y el feo rascacielos plateado será mi referencia de por vida, el lugar a que volver si me extravío.
Paseo por la calle a buen ritmo, trato de quitar hierro al asunto. Todo lo desconocido puede resultar desagradable al primer vistazo, pero existe una belleza universal que no difiere lo más mínimo en ningún sitio. Las viejas con perros, los niños jugando, las mujeres verdaderamente guapas. Lo dicho. Entonces sorprendo de cerca a uno de esos cuervo-mirlos extraños. Son completamente negros, sin anillos en los ojos, y más grandes que mi amado turdus merula. Al verme se da la vuelta y huye hacia la vegetación que se abre en cuesta abajo al lado de la acera, y entonces me doy cuenta de que los hay a montones allí, campando a sus anchas sobre la hierba y en las copas de los árboles. Son extraños, atrevidos, sociales, y aunque por su fuerte gorjeo parecen grajos ingleses en miniatura, revuelven la tierra como los mirlos, en busca, según veo, de largos gusanos oscuros. Entre ellos hay palomas similares a las nuestras, pero son las menos. Esta tierra es para el “cuervo-mirlo ruidoso”, que las supera en número e inteligencia. Necesito descubrir qué especie es. Hago un par de fotos…
… y retomo con prisas la marcha. En un momento dado del camino se me ofrece una respuesta consecuente y lógica a mi apatía mañanera. Se alza frente a mí una coqueta Piekarnia, y sin saber qué cojones se vende ahí, mi cuerpo se desata: ¡Hambre! ¡Claro! ¡Eso es! …lo que me pasa. Al entrar vienen olores susceptibles de comerse. ¡Es una panadería! ¡Piekarnia, por supuesto! Pequeña y coqueta entre tanta deformidad callejera, la tienda en cuestión se compromete a desquiciarme con sus cientos de galletas y sus zumos olorosos. Me atiende una chica que plasma con creces el tópico de la mujer polaca. Es seria y sabe algo de inglés, así que sin muchos problemas consigo un gran zumo y unas cuantas galletas de esas que se compran por unidades. Dejo medio euro en todo ello, y al salir me compadezco de mí mismo y me desato con lujuria. Las galletas son de algo similar a la vainilla, caseras, olorosas, y siento su sabor incluso sobre la superficie del estómago. Abro el zumo, sediento, y al arrimar la abertura del bote a los labios, un intenso olor a jabón de descoloca. No he probado en toda mi vida un zumo más adulterado, pero es tanta mi sed que bebo, bebo, y bebo cual gigante desgarbado de las ubres de Audhumala, que es vacía oscuridad, pero semilla de la vida al fin y al cabo. Líquido, líquido, líquido. Entonces surgen cientos de flores a mi alrededor, como en los cuentos ovidianos: primero en una tienda, luego en otra, y están tan juntas que sugirieren un negocio familiar. Ese olor, con el del zumo de Audhumala, termina por perderme de impresión y en un momento me distraigo. Resuena en mi cabeza la dulce voz de Agatha: recto y a la derecha; pero yo tomo la dirección opuesta guiado por el aspecto de un edificio institucional. Me adentro entre los árboles de un césped poco perfilado y llego a una calzada que conecta con la puerta del inmueble. Una mujer sube a un coche en el mismo instante. Le pregunto por la doctora Cyrcelia Patroszky, pero no sabe de qué hablo, así que arranca el vehículo y se pierde tras la esquina, deponiendo la atención en mi perjuicio. Me he perdido. Una vuelta en torno al edificio corrobora mi confusión, así que retrocedo hasta la avenida para orientarme. Maldigo entonces al maldito perro vigilante: si no hubiera roído la poca energía que aún quedaba en mi resuello, tendría el camino dibujado en la cabeza.
Decido preguntar, primero en una pizzería donde todos me examinan con recelo –no serán de mucho estudio- y de la que salgo sin ninguna información orientativa. Luego, por la calle, inquiero a gente joven, rubia, bien reglada, y ésta me ayuda al modo de los bailables titubeos de un novicio cantarín. En inglés. Hay mujeres sonrientes, tan afables como primas o vecinas deseadas; y hombres rudos, de hosca piel y ojos feroces, que al mirar rezuman odio y oscurecen la ciudad. Luego están las viejas, todas ellas satisfechas de su vida y muy curiosas, y señores con bigote y vestiduras de boato, que pasean con un perro o un periódico en la mano. No hay sujeto asustadizo que recorra la avenida ni se esconda entre los árboles o las casas bajas. Casi nadie siente miedo, y es perfecto, porque así tampoco yo.
Tras muy pocas piruetas doy con el edificio en cuestión: Una mole de metales y cristales vanguardistas, dispuestos de una forma vanguardista, en un entorno que no se presta nada a vanguardismos. Mi bonita facultad.
Apenas sí me fijo en algo, pues la prisa me corroe el cerebelo y me hace entrar como una bala, directo a Recepción. Como la conserje no sabe una palabra de inglés, escribo en un papel el nombre requerido: Cyrcelia Patroszky, y en seguida aparece una bedel muy campechana, que me observa detenidamente y dice: Came.
La universidad es como un niño: ingenua y creativa, con cientos de estructuras juguetonas dando forma a las esquinas, y colores disonantes por doquier. El metal fluye brillante por techos y barandillas, y seguir a la bedel se me antoja similar a recorrer un laberinto en compañía. Is large! dice ella, campechana, y seguimos avanzando por pasillos y más pasillos, todos ellos con su puerta independiente. Al fin, casi agotado, el departamento de Filología Hispánica se cierne sobre mí. Está siendo una mañana completita...
Cyrcelia, ¿dónde estás?
No hay comentarios:
Publicar un comentario