Imagina que estás en la terraza de un bar cualquiera, en una ciudad elegida al azar, y a la hora del día que más te apetezca. ¿Ahora mismo? Por ejemplo. Conmigo, frente a frente en este preciso instante, tomando un refrigerio a cuatro pasos de tu casa, o de la mía, o en la esquina más remota o desastrada del país. Es igual. La brisa sopla suavemente en cualquier caso, y una guapa camarera se pasea entre las mesas con donaires circunspectos. Es oblicua la luz, en perspectiva sobre ella –y sobre todas las cosas–, tan breve como el ancho de un proscenio a ojos del espectador. Y tú y yo, los personajes, somos sólo este cuadrado: nuestra mesa, las paredes del local, y la suerte de murmullos y repiques tintineantes del ambiente. Hay dos vasos de cristal entre nosotros, nada más. Ambos se interponen entre sí con su materia iridiscente, y no son sino meras bagatelas de una inocua circunstancia, como pobre implicatura de un contexto que nada implica en realidad, quizá por usual, quizá por recurrente en el transcurso de una vida, la que sea, que no sale del pequeño cuadriforme de ella misma. Nada más concurre aquí que mi palabra en el segundo en que te hablo:
– ¿Qué podrías referirme de Polonia?
Tú despiertas de repente tras segundos de abstracción en el cristal, y los lados de nuestra área se subrayan un instante:
– ¿De Polonia? ¿Qué se me ha perdido a mí en Polonia?
Todo encaja en nuestra mesa, y nada en absoluto fuera de ella.
¿Qué se me ha perdido a mi en Polonia? Nada. Bueno sí, ahora que lo pienso, hay algo por allí que podría interesarme.
ResponderEliminarA mí no se me ha perdido nada en Polonia, pero en Cádiz... había un pirata que se ha hecho viajero. Cuando veas algo sobre Chopin, acuérdate de mí. Te estaré agradecido sólo por una foto.
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