EVERYTHING IS POSSIBLE

El vehículo se interna mansamente en la penumbra de una calle sin farolas. Miro alrededor con ansia tácita, tratando de atisbar cada detalle no inconcluso por la oscuridad. Espero, espero, aguardo a que algo ocurra. Agga calla de momento, y ahora es Agatha, más seria, por contexto y estructura de la escena. Los faros iluminan los primeros edificios. Ya los veo. Cuadriláteros grisáceos que manan a los lados del asfalto, y un mensaje en sus ventanales apagados: Abandono. No sé cómo ni a qué ritmo las tinieblas se disipan un tanto y aparecen los fanales de alumbrado, amarillos como tétricas nostalgias. En qué momento abandonamos la penumbra es un misterio, pues persiste. Sobre barras de metal verdoso y oxidado se alzan lúgubres los astros hilvanados del denuedo, y entra frío de repente en nuestro coche. Lo que un día fuera luz en la entelequia: es feroz desolación en el paisaje, es la prórroga inaudita de una muerte asegurada, que se embosca en cada esquina, estudiando al caminante entre los cercos de abedul, la sequedad desvencijada, y una muerte corrosiva. La impresión de la ciudad que habitaré me da un mal rollo de cojones, vamos. 


Es de noche –y ya cerrada– en Sosnowiec, pero yo, con todo acato, esperaba ver personas. El vistazo a las primeras avenidas industriales me ha inquietado como a un niño, por supuesto, pero uno confiaba en que tras ello habría vida, actividad, una avenida iluminada al menos. Y nada cambia sin embargo en adelante. La impresión de soledad se desarrolla sin estorbos y el coche fluye lento entre los bloques de edificios, de seis plantas como mucho, montículos enormes de moción cuadrangular, ajados por el tiempo y, sobre ellos, las ventanas más siniestras de la Historia. Hay árboles que llegan muy arriba en las aceras arenosas, casi un bosque a cada lado. Y las hayas se me antojan tan aciagas como el resto, pues no hay vida en Sosnowiec más que el ramaje. Ni un chuchillo vagabundo, ni una luna a la que aullar despavorido. Sólo moles mal dispuestas, y esta vía que seguimos en silencio. Un silencio que acojona cuando a menos de una milla, entre la niebla, surge el tubo gris y rojo de una fábrica cercana. Pero callo. Sí, yo callo. No profiero ni un gemido. Ni refiero la impresión tan absoluta que resuena en mi cabeza:

Dónde coño me he metido.

Agatha me saca del soponcio siendo Agga. Se vuelve en un instante y me sonríe. Un largo instante en realidad. Muy largo. Y yo la miro frío en un principio, pero entonces me percato del suceso milagroso: Ella está conmigo. Poco a poco. No hay nada en absoluto que temer. ¡Demonios –lee en mis ojos– qué pasada Sosnowiec! Y entonces yo sonrío. Y descubro lo que tengo y el lugar donde lo tengo, aquí mismo, y es la vida, y lo asumo, aunque todo esté vacío en estas calles ignoradas de la muerte.

Tras una curva que podría ser cualquiera del camino, surgen como enormes hexaedros los bloques de Susha a 7, distintas dependencias de hormigón dispuestas sobre un amplio pasillo de césped por que discurren la calzada, los caminos, y varios árboles dispersos. Al fondo del pasaje se abre el negro ciclorama de la noche, y pintado sobre él, el rascacielos gris y azul que vi en las fotos tantas veces. Cada palmo de este aire es discordante con el palmo que le sigue, nada encaja, como en una sucesión de asimetrías que tejieran la fealdad. Lo que yo siempre he entendido por fealdad, que no lo feo. Es, sin más exordios, un lugar desvencijado, quizá algo descuidado por aquellos que lo habitan. ¿Y quién lo habita en realidad? No hay un alma en ningún sitio, sólo yo, y ésta es  mi casa, al fin y al cabo, en Sosnowiec. Centrémonos.

El coche se detiene frente a una de las moles. Se lee: Student Hostel Nº 5. Aquí es. Conforta el perfil animoso de Agga, que abre la portezuela con ímpetu y me invita a bajar. El frío se hace claro aunque más que soportable. Es un frío inexplorado, la caricia sobria y grácil de una nueva latitud para mi cuerpo. Baja el novio, con templanza, y me sonríe. It´s ok. Do you smoke? Formamos un triángulo perfecto entre las moles de seis lados que nos cercan, yo sentado sobre una maleta y ellos vueltos hacia mí con atención indagatoria. El chico es como un tótem, corpulento, serio y parco en su ademán, pero hay en su mirada una nobleza muy difícil de explicar, como de sabio o hechicero de la selva. Sólo habla si es estrictamente necesario, y al hacerlo su palabra es aun más discreta que el jaguar previo al ataque: Aguarda a que las frases de los otros se diluyan en su fin demostrativo y creen la atmósfera adecuada a su contexto, y entonces, cuando ya nadie parece tener nada que objetar, cuando la cosa está dispuesta y sentenciada y uno cree que entiende Todo, él arroja su premisa concluyente y enmudece con el garbo de un felino, cerrando el mundo entero a la evidencia. Fuma hieráticamente y apaga el cigarro sin prisa. Y luego nos mira y señala la puerta. Agga toma posesión de su lugar, entonces, y va primera. Nosotros la seguimos arrastrando las maletas en una escena en verdad pintoresca, porque ambos semejamos mayordomos yendo en pos de una duquesa. Puesto que Agga, y eso sí, tiene formas de duquesa. No he tenido casi tiempo de estudiarla y no es momento, pero sé que su sencilla evocación me tranquiliza, y que su voz en español suena a atenuante de recelos: Agga para mí como una hembra lenitiva, como madre protectora de la tribu y sabia guía que nos lleva al interior del edificio con flagrante decisión. Vamos dentro.

Tras la puerta acristalada exterior hay otra puerta también acristalada, y entre ellas, a la derecha, el ventanuco de la oscura recepción: Es una habitación pequeña, sólo iluminada por el gris de tres arcaicos monitores que sugieren otro fin del presupuesto. Es la terminal de las cámaras de seguridad, y sentado frente a ellas con estúpida fruición de militar, ojos impúdicos y expresión desconfiada, el guarda se relame sin mirarnos. Agatha se inclina sobre el hueco y da insistentes golpecitos, a lo que el viejo responde una mueca de lo menos amistoso. Apenas se aproxima a la ventana, sin alzarse de la silla y volviéndose menos de un palmo, sorbe una calada de su histriónico cigarro y luego habla con el humo entre los labios. Esta imagen no difiere de lo ya visto en el pueblo, y aunque huele a ornatos propios del adobo novelesco, yo aseguro que es reflejo vivo de la más considerada realidad. El retrato fiel de una situación que incluso a mí, tan dado a novelar los hechos más consuetudinarios, puede hacerme dudar de su autenticidad. Agga hila de repente un atadero de fonemas increíbles a mi oído. El viejo le responde de igual modo, y yo no entiendo una palabra, aunque sé que habrá problemas por su aire venenoso y ese rictus de sarcasmo que sostiene. Agga se vuelve hacia mí y señala mi maleta:

– ¿Tienes alguna documentación acreditativa?

– En absoluto.

– Dice que necesitas el Certificado de Admisión de la Residencia.

– He imprimido todo cuanto me pidieron y nunca me enviaron nada desde la Residencia. Quizá se refiera a la Carta de Aceptación de la Universidad.

Saco mi carpeta y manoseo los papeles con objeto de encontrar el indicado. Carta de Aceptación, aquí está, más claro agua, y se lo entrego al hombretón que todavía no ha mirado hacia nosotros. Lo observa con la ceja levantada y luego niega con la geta.

–Este no es…– prorrumpe Agatha con ojos desencantados.

–Pues no tengo nada más– respondo, y en seguida siento ganas de reír hasta morirme. Me contengo, miro a Agga, y tras un pequeño instante de indagarnos en el fondo de los ojos, ella vuelve a dirigirse al perro viejo con firmeza, sin contar con nada más en este mundo que su voz, potente y férrea cuando torna a su polaco natural. Desde entonces ya no hay nada que la pare, de manera que indignada, clara, seria, sin mostrar ningún temor ante los gestos de acritud del vigilante, ametralla sin piedad la ventanilla, y en la estela dilatada del discurso hay un sinfín de reprimendas que no entiendo pero noto. Es una carrera sin final la cruel cadencia del polaco. Una lucha entre quien habla y quien escucha. Una forma de exponer el pensamiento de una vez, sin titubeos, mientras todo el resto calla. Y Agatha es ahora una Mujer, con dos ovarios, con el ceño y compostura de una hermana defensora.

En esta tesitura, sin embargo, me da tiempo a recordarme que yo existo. Y ando aquí, con mis maletas, cabrioleando sobre el hilo de la suerte y con clarísimas expectativas de dormir a cielo abierto. Ni siquiera me concentro en la evidencia de que Agga está conmigo y que en la vida dejaría que anduviera a la intemperie. Porque la disposición de las cosas es tan emocionante que me encanta así, tal cual, con su perro guardián en la puerta y ese aroma a filme típico de la Segunda Guerra Mundial. Incluso me percato de que las cámaras de seguridad son móviles, y de que en un momento surge luz de una de ellas y se mueve sobre el césped como ocurre en esas pelis. Cuando el perro vigilante se revuelve en el asiento y verbaliza su cadena de fonemas guturales, no presiento nada bueno y por primera vez en esta noche pienso en Cynthia.* Ella lleva una semana deambulando por Polonia y me advirtió que la llamara a mi llegada. Hurgo un poco en mi bolsillo y, por primera vez, el perro prepotente me contempla. Agatha también se vuelve:

– Está bien. Dice que tendrás una habitación por esta noche, pero que bajo ninguna circunstancia debes seguir aquí mañana. Va a quedarse con todos tus documentos, DNI, Pasaporte y carnet sanitario…

Me encanta. Me encanta de verdad este acojone. Me flipa este retrato fidedigno del peligro con su sello aventurero en lo más alto, y el desgarbado portero dándoselas de duro, y Agga como diva luchadora, y ese novio, rubio y parco, nebuloso, protegiéndola, protegiéndonos a todos en el fondo.
El perro serio nos entrega entonces una llave y pulsa el botón que desactiva el cerrojo de la segunda puerta. Todos penetramos en el edificio con la decisión de un ejército, y mientras avanzamos por el pasillo hacia la que será mi habitación por esta noche,  Agatha me explica qué demonios hay que hacer en estos casos de  polacos: Tenemos que ponernos en contacto e-mail con Cyrcelia Patroszky, mi coordinadora en Universytet Slaski Katowice, para que solucione las cosas mañana a primera hora de la mañana y no me vea obligado a abandonar la Residencia con mi hueste de maletas. Lo mejor sería que ella misma se pasara por la recepción y diera parte de mi situación especial.

– Tengo una reunión con ella a las 9:00 de la mañana –respondo–, una reunión concertada por ella misma.

– Pues sería conveniente que quedarais aquí y no en la facultad. De ello depende tu “permiso de Residencia” y que te devuelvan tus documentos.

– Y… ¿sería solución escribirle un e-mail a esta hora? No lo verá hasta que llegue a su despacho.

– No podemos hacer otra cosa. Confiemos en que lo vea mucho antes.

Entramos en la habitación y ni siquiera miro nada, pensando en enviar ese mensaje cuanto antes. El rubio novio parco me presta su teléfono móvil, único dispositivo con acceso a Internet, y sentado en una cama tan lejana de la mía, a trancas y barrancas compongo una petición de socorro a Cyrcelia Patroszky... ¡Todo sigue siendo tan exótico, con Agga y su noviete ahí sentaditos, en sillones con un siglo por lo menos de vejez, y mirándome y hablándome de eternas complacencias! ¡Yo estoy tan cansado para disfrutarlo…, carajo!

Envío el resultado de mi súplica y entre ojeras me dispongo a hallar la causa de los males que me asolan. Me fijo un poco más en lo que tengo alrededor: es algo parecido a un dormitorio para chófer de autobús. No está mal para una noche, pienso, pero la capa de polvillo sobre el blanco y descosido edredón nórdico me frunce un poco el ceño y entonces salto:

– No entiendo qué demonios ha ocurrido. Estuve dos semanas enviando diez correos diarios para cerciorarme de que no habría problema alguno con la habitación. Los de Relaciones Internacionales me aseguraron que todo estaba en orden e incluso bromearon a causa de mi insistencia.

– ¿Sabes el nombre de la persona de Relaciones Internacionales a la que escribías?

– Sí…, Filomenak Matóz. Tú y yo hablamos sobre ella vía Facebook. Es la chica que pensaba recogerme en un principio en el aeropuerto y que sólo hablaba algo de inglés. Aquella a la dije que prefería que fueras tú la que me recogie… ¡Demonios! No creo que…

Agga sonríe y se muerde el labio inferior. Yo lo veo todo claro de repente.

– Dios mío…, tengo su número de teléfono apuntado en el ordenador… Este… ¿celos? ¡No puede ser!

– ¡Llamémosla!

Son las dos y media de la madrugada, pero aun así la estúpida de Filomenak coge el teléfono y Agga vuelve entonces a largar por esa boca de metralla. Yo, en un aparte, me froto el ojo de cansancio y apoyo la cabeza entre las manos con marcado desconcierto. Allí, en el aparte, me encuentro con el rubio novio parco, que no ha articulado una palabra en todo el rato pero que ahora esboza una sonrisa leve y sana desde el viejo butacón de enfrente. Lo miro, le sonrío y me encojo de hombros, sin entender prácticamente nada de la vida y sus miserias. Él, en un amago de sincera empatía, se inclina un poco hacia delante, me observa con histriónica aspereza, y, muy bajo, con los ojos entornados sólo dice:

– This is Poland. Everything is possible.  

Agatha ha colgado el teléfono y profiere mil injurias en polaco. ¡Es toda una Mujer!

– Lo siento, se ha negado a escucharme. Me temo que ella era quien debía arreglar los asuntos de la Residencia, pero cuando tú le dijiste que preferías que yo te recogiera, se enfadó y decidió desentenderse.

– ¡Ay, Dios! Pero entonces…  

– Se supone que Relaciones Internacionales le había asignado el trabajo de recibirte. No sólo recogerte en el aeropuerto, sino preparar el papeleo de la Residencia y ayudarte con el resto.

– ¡Ni siquiera se dignaba a recibirme en el aeropuerto! ¡Quería recogerme en Katowice! Para ello, yo hubiera tenido que coger un autobús a la llegada, tan de noche, y viajar solo sin entender una palabra de nadie y sin saber dónde bajarme. ¿Cómo no iba a preferirte a ti y tu novio si además hablas español perfectamente? A Filomenak le escribí un correo aclarándoselo todo y ella me dijo que no había problema, que tú te encargabas.

– ¡Claro, pero ella debía llamarme y aclararlo! ¡Soy una alumna cualquiera, no trabajo en Relaciones Internacionales, ni sé de trámites ni papeles! Cyrcekia Patrozsky me dio tu correo y yo te escribí porque quería ayudarte, pero nadie me explicó que había que encargarse de otros trámites. Filomenak se desentendió de ellos… ¡por orgullo!

– Pues vaya una gracia...– suspiro cansado- Tú tranquila, en realidad la culpa es mía. Debí suponer ciertas cosas…

– Ahora debes dormir. Esperemos que Cyrcelia lea el e-mail y se pase por aquí antes de las ocho. Si no lo hace…–tuerce el gesto-, si no lo hace deberías conocer el camino a la facultad, para ir a buscarla.

 Mira a su novio y le pregunta en polaco. Él asiente, parco aunque de buena gana, y se pone en pie.

– Vamos a explicarle todo esto al vigilante– me dice Agga–, para que nos permita salir a enseñarte el camino a la facultad y traerte en cinco minutos.

Recorremos de nuevo el pequeño pasillo y el perro de recepción asiente a las graves peticiones de la rubia. Mi capacidad de observación se ha reducido a la mitad y al subir en el coche ya ni siquiera analizo lo que me rodea. El camino a la facultad es completamente recto, sin embargo, y no hay problema en retenerlo en la memoria. A la vuelta, casi ausente, pido mil disculpas a los dos por el cajón de inconveniencias que he traído, y ellos tratan de quitar el hierro y la metralla a la situación.

– Tú no tienes la culpa, Michael. Todo estará resuelto mañana.

Hasta entonces me queda esperar. Me despiden en la puerta tras haber pedido las llaves al condenado guardián.

– Si tienes algún problema, llámame– y en el fondo de sus ojos brilla un sincero interés en salvarme la vida.
  
– ¡De acuerdo!– y no puedo evitar darle un leve y necesario abrazo, aunque, como creo, atente contra el protocolo.
Buenas noches. Me doy la vuelta y me dirijo decidido a mi piojosa habitación. Al atravesar la puerta presto bastante más atención a las cosas y me hundo en el ambiente amarillento. Me gusta y me disgusta. El rojo intempestivo de las grandes cortinas me recuerda a los telones de un teatro, y las corro hacia un lado para mirar por la ventana. Eso es. Al fin solo en Polonia. Esta es la mejor obra que no he escrito, me digo. Menuda improvisación… Lo que observo al otro lado me estremece, eso sí. Es el escenario más funesto de la Historia. Lúgubre, triste y apagado. Merece una fotaza. Voy al baño luego y trato de mear sin circunspecciones. Es un rinconzuelo sucio y macilento, como todo lo que he visto hasta el momento. Todo viejo, descuidado, y no sé por qué razón: que no me gusta, que me encanta. El cuarto es relativamente cómodo, aunque espero que no sea mi lugar de residencia todo el curso. Sólo tiene una mesita, dos butacas y el camastro, todo dispuesto a lo largo, hacia el telón. No hay escritorio, y no veo la persiana. Abro la ventana en un amago de buscar lo inexistente, y delante de mí se abre una calle espaciosa, oscura y deshabitada, con varios ladridos aquí y allá, como de perro alemán furioso. Será que el vigilante está enfadado, imagino: casi puedo verlo relamiéndose en su silla, mirando al monitor con su siniestro cigarrillo y un revólver bajo el brazo. Menudo personaje.

Me desvisto, me acomodo, y extiendo una toalla sobre la cama polvorienta y dos camisetas sobre la almohada. Es un asco, pero ahora debería pensar en otras cosas. Son casi las cuatro de la mañana del día 28 de septiembre. Hoy cumplo mes con Sheila, y tengo en la maleta una cartita que me dio ayer por la noche. La abro y es un largo y vivo beso entre este frío soliloquio de aventuras. También dos fotos necesarias, mucho más que eternas, que pondré en mi habitación si es que la tengo alguna vez. Llevar esto conmigo significa tanto como amar y ser amado, y vivir con algo así me quita el miedo a cualquier cosa. Evoco a Sheila anoche, la tersura de sus muslos, la cintura, su mano como un lazo indisoluble… Y en ese intervalo de tiempo entre añorar el contacto de su piel y meterme en una cama tan desierta, me prometo a mí mismo no volver a aventurarme sin compaña. Nada me asusta, porque esta noche sé de la belleza en la fealdad, pero estas cosas –el peligro, la ansiedad, la incertidumbre– merecen la pena el cuádruple si se viven junto a otros.

Descansa, Sheila. Sorpréndeme esta noche y aparece entre las sábanas. En cualquier caso, no recordaré donde me encuentro al despertar.










La poesía comprenderá que en la creación no todo
es humanamente bello, que en ella lo feo existe al
lado de lo bello, lo deforme cerca de lo gracioso, lo
grotesco en el reverso de lo sublime, el mal con el
bien, la sombra con la luz […]. Hará lo mismo que
la Naturaleza, mezclará en sus creaciones, pero sin
confundirlos, lo grotesco con lo sublime, la sombra
con la luz, en otros términos, el cuerpo y el alma,
la bestia y el espíritu.*

 

*Meses antes de saber si viajaría o no a Polonia, me ocupé de investigar en varios foros qué tipo de especímenes ibéricos hallaría en la aventura. De entre muchos, Cynthia, de Gran Canaria, resultó ser la única estudiante de Filología Hispánica que además se hospedaba en Susha a 7, así que dispusimos encontrarnos a la llegada.            

*Víctor Hugo.










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