28 de Septiembre de 2011 (I)

A las ocho en punto tronó el despertador como un aullido y desperté sobresaltado, dispuesto, sin miedos analíticos. Supe dónde estaba, aunque dudé si había dormido en realidad, o si Sheila –y era un sueño inevitable– había estado dando tumbos por la cama como una bailarina. La aventura continuaba, pero ahora con un sol omnipotente chamuscando las cortinas y una luz sincera y roja golpeándome los ojos. En la puerca habitación de los conserjes no había una persiana que frenara nada de esto, y el sudor, que no el cansancio, había abandonado mis entrañas para irse a acomodar sobre el camastro blanquecino: Para ti, perro guardián, pensé cargado de malicia, bébelo y contágiate de los recelos que causasteCon ello reviví las circunstancias de la noche y recordé los pormenores de mi cruda situación: Si la doctora Cyrcelia Patroszky no había leído mi e-mail tendría que bajar a recepción y hacerle frente a ese canalla. Traté de no pensar en ello y confiar el desenlace a mi buena suerte habitual: Cyrcelia vendría. Allí estaban la ventana y su telón, y no había nada entonces que moviera con más furia mi inmoral curiosidad. Descorrí las colgaduras y asomé a mi nuevo mundo con estudiado reconcomio: Entonces contemplé las mismas estructuras macabras de la noche, pero ahora saturadas de color y tan brillantes que cabría compararlas con estrías sobre un lienzo iluminado. La imagen de los edificios sucios lucía tan grotesca como ayer, pero el césped entre ellos era verde, muy, muy verde, y varias viejas de semblante inofensivo paseaban perros gordos y holgazanes. Miré hacia arriba. El bullicio cotorril de una especie de cuervo-mirlos atronaba el cielo azul-mañana, y el efecto de exotismo me embriagó una vez más, allí, en mi celda del piso bajo. Hombres con sierra mecánica o un artilugio parecido rondaban el césped de aquí a allá. Uno de ellos pasó justo a mi lado, pegado a la ventana, me observó un instante y luego continuó su marcha. Las únicas dos caras de los únicos dos polacos de más de 25 años con que había topado desde mi llegada resultaban intratables, y ahora, reculando a la segura habitación en que yacían mis cosas apiladas, pensé que tal vez llevar mi mundo a cuestas me valdría la auto-reclusión a que se lanzan aquellos que descubren ser hostiles a su nuevo entorno. Hostiles hacia algo que no los daña realmente, pero que huele a tan distinto, a tan difícil, que termina por cagarlos y sumirlos en la cómoda parquedad de los recuerdos. Es algo parecido a justificar la pereza endémica de nuestras sociedades cuando han de enfrentarse a los patrones de culturas que no entienden –la causa del racismo o la homofobia no es la guerra de valores, sino el ciclo de bostezos que se incluye en nuestro horario–, con la insigne diferencia de que, en este caso, el hombre maniqueo queda solo, bostezando frente a ese mundo dinámico, y no apoyado por la superestructura de un dinámico bostezo colectivo… Bostecé después de eso, y negué con la cabeza: Esta es mi primera mañana polaca: vamos a vivirla como tal. Reactivé mi compostura y puse en marcha la alborada: Agua fresca anti-sudor. Pensar en los extremos de mis piernas sobre la placa pegajosa de la ducha resultaba casi obsceno, pero nada me paró hasta encontrarme bien dispuesto, atusado como nunca y prevenido contra todo lo que el día me trajera. Estuve organizando mil papeles y después miré la hora: Eran ya casi las nueve y la doctora Cyrcelia Patroszky no llamaba. Estaría recluido en ese cuarto hasta que se decidiera a hacerlo, así que me dediqué a filmar alguna toma de la rancia habitación y a hacer un par de fotos al paisaje que se abría en la ventana.








El tiempo recorrió cada esquinita de mi cuerpo y se detuvo en el estómago vacío. La noche anterior no había comido más que una hamburguesa de aire y una mezcla de aditivos incrustados en patata, y conforme pasó el tiempo el hambre se hizo más y más molesta. A las 11:00, hambriento de verdad y cabreado por lo mismo, tuve claro que mi coordinadora no había leído el correo y que no vendría a solucionar nada. Pensé que llegaba la hora de la verdad: salir del cuarto y enfrentarme al perro vigilante en su propio territorio, el rincón humeante. Llamé a Agatha para informarle de mis movimientos, recogí las maletas, me relajé un rato en la cama, y tras meter algo de dinero en la cartera salí al pasillo. Estaba tan vacío como anoche y no escuchaba un solo “ploc” que hiriera el aire. Anduve lentamente, recordando a las madres de varios arquitectos y demás, y como la recepción quedaba a diez pasos a la vuelta de una esquina bien siniestra, los usé para ensayar el movimiento de cabeza de los dignos. Tenía un hambre de lobo y eso me brindó la suficiente embriaguez para atreverme a dar guerra a un hombre imbécil, y avancé incluso iracundo hacia el conflicto. La esquina se torció antes de que yo pudiera hacerlo y el mundo rugió de sorpresa: Mi perro amigo había desaparecido. En su lugar hallé una vieja sonriente, de pómulos hinchadamente simpáticos, que habló cosas polacas entre risas mientras yo me acercaba a la ventanilla. No sabía nada de inglés, por lo que no llegamos a entender una palabra uno del otro, pero hizo un gesto invocando a la paciencia y llamó a una compañera algo más delgada, de unos cincuenta y muchos, aunque guapa y elegante. Ella entendió como pudo la sarta de incomprensibilidades que expliqué –en un medio inglés-español colmado de gestos y onomatopeyas que, me temo, será mi idioma por estos pagos– y trató de apaciguar mi ánimo entregándome el DNI, el Pasaporte y la Tarjeta Sanitaria. La efectividad de mi palabra me sobrecogió. Referí ciertas protestas por la actitud del perro estúpido, y cuando me disponía a narrar la historia completa de la noche ella me interrumpió en el acto y habló con la mesura de una cortina –nunca el inglés sonó tan bonito–: Cyrcelia Patroszky había llamado por teléfono a Recepción y aclarado las cosas esta mañana. Michael Green quedaba oficialmente admitido y tenía derecho a una habitación individual en Student Hostel Num. 5. Sonreí, sencillamente: Amo de verdad a las mujeres, porque saben lo que toca a cada instante. La reunión seguía en pie y era menester apresurarse. Cyrcelia me esperaba en su despacho de la Wydział Filologiczny para hablar de lo que a ambos concernía. Y la puerta de mi celda estaba abierta:



La calle me deslumbra y me conmueve en el instante de salir. Casi puedo oler el cielo. Los árboles son verdes, sí. La dulce libertad llega tan pronto como mandan los colores. Pero no dejo fluir las emociones, disparatadas ahora por la sensación de libre albedrío tras una noche de saberme prisionero. Quiero ser extradiegético, analítico, y lo soy mientras camino por el césped en dirección a la avenida




Los árboles, en efecto, son verdes, y los hay de muy variadas formas y tamaños. Hayas sobre todo, pero también abetos, alerces y abedules, todos ellos repartidos a los lados del camino con el orden y el concierto propios de un bosque salvaje. Esta argamasa sería preciosa por sí sola, pero todos los escombros del humano discurren sobre ella con su gris plastificado de miserias. La mala yerba crece en cada esquina, y aunque aquí no deja de ser verde, las esquinas no son árboles o lechos, sino sucios edificios de perfil destartalado que se alzan hacia el cielo desoyendo los principios de la estética más elemental. Esta vez no es cuestión de preferencias o bostezos –donde no hay más que arboledas y apagados edificios de viviendas, no erijamos un moderno rascacielos plateado–. Las cosas están sucias, maltratadas. Sosnowiec sufre indicios de una triste y dolorosa senectud no deseada.




Salir a la avenida me estimula un poco más. La vida, que asumía el sueño tétrico de noche, fluye ahora, natural, sobre la calle con aceras levantadas. Atrás queda, entre los árboles y algunos edificios bajos, la imponente chimenea de la fábrica gigante. El humo que vomita cae a chorros sobre el mundo en movimiento, y nada como eso para dar diente con diente y no salir de mi escondrijo en todo el año. Mi dirección es la contraria, menos mal, destino: Facultad de Filología; no pienses, y el feo rascacielos plateado será mi referencia de por vida, el lugar a que volver si me extravío.






Paseo por la calle a buen ritmo, trato de quitar hierro al asunto. Todo lo desconocido puede resultar desagradable al primer vistazo, pero existe una belleza universal que no difiere lo más mínimo en ningún sitio. Las viejas con perros, los niños jugando, las mujeres verdaderamente guapas. Lo dicho. Entonces sorprendo de cerca a uno de esos cuervo-mirlos extraños. Son completamente negros, sin anillos en los ojos, y más grandes que mi amado turdus merula. Al verme se da la vuelta y huye hacia la vegetación que se abre en cuesta abajo al lado de la acera, y entonces me doy cuenta de que los hay a montones allí, campando a sus anchas sobre la hierba y en las copas de los árboles. Son extraños, atrevidos, sociales, y aunque por su fuerte gorjeo parecen grajos ingleses en miniatura, revuelven la tierra como los mirlos, en busca, según veo, de largos gusanos oscuros. Entre ellos hay palomas similares a las nuestras, pero son las menos. Esta tierra es para el “cuervo-mirlo ruidoso”, que las supera en número e inteligencia. Necesito descubrir qué especie es. Hago un par de fotos…







… y retomo con prisas la marcha. En un momento dado del camino se me ofrece una respuesta consecuente y lógica a mi apatía mañanera. Se alza frente a mí una coqueta Piekarnia, y sin saber qué cojones se vende ahí, mi cuerpo se desata: ¡Hambre! ¡Claro! ¡Eso es! …lo que me pasa. Al entrar vienen olores susceptibles de comerse. ¡Es una panadería! ¡Piekarnia, por supuesto! Pequeña y coqueta entre tanta deformidad callejera, la tienda en cuestión se compromete a desquiciarme con sus cientos de galletas y sus zumos olorosos. Me atiende una chica que plasma con creces el tópico de la mujer polaca. Es seria y sabe algo de inglés, así que sin muchos problemas consigo un gran zumo y unas cuantas galletas de esas que se compran por unidades. Dejo medio euro en todo ello, y al salir me compadezco de mí mismo y me desato con lujuria. Las galletas son de algo similar a la vainilla, caseras, olorosas, y siento su sabor incluso sobre la superficie del estómago. Abro el zumo, sediento, y al arrimar la abertura del bote a los labios, un intenso olor a jabón de descoloca. No he probado en toda mi vida un zumo más adulterado, pero es tanta mi sed que bebo, bebo, y bebo cual gigante desgarbado de las ubres de Audhumala, que es vacía oscuridad, pero semilla de la vida al fin y al cabo. Líquido, líquido, líquido. Entonces surgen cientos de flores a mi alrededor, como en los cuentos ovidianos: primero en una tienda, luego en otra, y están tan juntas que sugirieren un negocio familiar. Ese olor, con el del zumo de Audhumala, termina por perderme de impresión y en un momento me distraigo. Resuena en mi cabeza la dulce voz de Agatha: recto y a la derecha; pero yo tomo la dirección opuesta guiado por el aspecto de un edificio institucional. Me adentro entre los árboles de un césped poco perfilado y llego a una calzada que conecta con la puerta del inmueble. Una mujer sube a un coche en el mismo instante. Le pregunto por la doctora Cyrcelia Patroszky, pero no sabe de qué hablo, así que arranca el vehículo y se pierde tras la esquina, deponiendo la atención en mi perjuicio. Me he perdido. Una vuelta en torno al edificio corrobora mi confusión, así que retrocedo hasta la avenida para orientarme. Maldigo entonces al maldito perro vigilante: si no hubiera roído la poca energía que aún quedaba en mi resuello, tendría el camino dibujado en la cabeza.

Decido preguntar, primero en una pizzería donde todos me examinan con recelo –no serán de mucho estudio- y de la que salgo sin ninguna información orientativa. Luego, por la calle, inquiero a gente joven, rubia, bien reglada, y ésta me ayuda al modo de los bailables titubeos de un novicio cantarín. En inglés. Hay mujeres sonrientes, tan afables como primas o vecinas deseadas; y hombres rudos, de hosca piel y ojos feroces, que al mirar rezuman odio y oscurecen la ciudad. Luego están las viejas, todas ellas satisfechas de su vida y muy curiosas, y señores con bigote y vestiduras de boato, que pasean con un perro o un periódico en la mano. No hay sujeto asustadizo que recorra la avenida ni se esconda entre los árboles o las casas bajas. Casi nadie siente miedo, y es perfecto, porque así tampoco yo.

Tras muy pocas piruetas doy con el edificio en cuestión: Una mole de metales y cristales vanguardistas, dispuestos de una forma vanguardista, en un entorno que no se presta nada a vanguardismos. Mi bonita facultad. 




Apenas sí me fijo en algo, pues la prisa me corroe el cerebelo y me hace entrar como una bala, directo a Recepción. Como la conserje no sabe una palabra de inglés, escribo en un papel el nombre requerido: Cyrcelia Patroszky, y en seguida aparece una bedel muy campechana, que me observa detenidamente y dice: Came.

La universidad es como un niño: ingenua y creativa, con cientos de estructuras juguetonas dando forma a las esquinas, y colores disonantes por doquier. El metal fluye brillante por techos y barandillas, y seguir a la bedel se me antoja similar a recorrer un laberinto en compañía. Is large! dice ella, campechana, y seguimos avanzando por pasillos y más pasillos, todos ellos con su puerta independiente. Al fin, casi agotado, el departamento de Filología Hispánica se cierne sobre mí. Está siendo una mañana completita... 

Cyrcelia, ¿dónde estás?




EVERYTHING IS POSSIBLE

El vehículo se interna mansamente en la penumbra de una calle sin farolas. Miro alrededor con ansia tácita, tratando de atisbar cada detalle no inconcluso por la oscuridad. Espero, espero, aguardo a que algo ocurra. Agga calla de momento, y ahora es Agatha, más seria, por contexto y estructura de la escena. Los faros iluminan los primeros edificios. Ya los veo. Cuadriláteros grisáceos que manan a los lados del asfalto, y un mensaje en sus ventanales apagados: Abandono. No sé cómo ni a qué ritmo las tinieblas se disipan un tanto y aparecen los fanales de alumbrado, amarillos como tétricas nostalgias. En qué momento abandonamos la penumbra es un misterio, pues persiste. Sobre barras de metal verdoso y oxidado se alzan lúgubres los astros hilvanados del denuedo, y entra frío de repente en nuestro coche. Lo que un día fuera luz en la entelequia: es feroz desolación en el paisaje, es la prórroga inaudita de una muerte asegurada, que se embosca en cada esquina, estudiando al caminante entre los cercos de abedul, la sequedad desvencijada, y una muerte corrosiva. La impresión de la ciudad que habitaré me da un mal rollo de cojones, vamos. 


Es de noche –y ya cerrada– en Sosnowiec, pero yo, con todo acato, esperaba ver personas. El vistazo a las primeras avenidas industriales me ha inquietado como a un niño, por supuesto, pero uno confiaba en que tras ello habría vida, actividad, una avenida iluminada al menos. Y nada cambia sin embargo en adelante. La impresión de soledad se desarrolla sin estorbos y el coche fluye lento entre los bloques de edificios, de seis plantas como mucho, montículos enormes de moción cuadrangular, ajados por el tiempo y, sobre ellos, las ventanas más siniestras de la Historia. Hay árboles que llegan muy arriba en las aceras arenosas, casi un bosque a cada lado. Y las hayas se me antojan tan aciagas como el resto, pues no hay vida en Sosnowiec más que el ramaje. Ni un chuchillo vagabundo, ni una luna a la que aullar despavorido. Sólo moles mal dispuestas, y esta vía que seguimos en silencio. Un silencio que acojona cuando a menos de una milla, entre la niebla, surge el tubo gris y rojo de una fábrica cercana. Pero callo. Sí, yo callo. No profiero ni un gemido. Ni refiero la impresión tan absoluta que resuena en mi cabeza:

Dónde coño me he metido.

Agatha me saca del soponcio siendo Agga. Se vuelve en un instante y me sonríe. Un largo instante en realidad. Muy largo. Y yo la miro frío en un principio, pero entonces me percato del suceso milagroso: Ella está conmigo. Poco a poco. No hay nada en absoluto que temer. ¡Demonios –lee en mis ojos– qué pasada Sosnowiec! Y entonces yo sonrío. Y descubro lo que tengo y el lugar donde lo tengo, aquí mismo, y es la vida, y lo asumo, aunque todo esté vacío en estas calles ignoradas de la muerte.

Tras una curva que podría ser cualquiera del camino, surgen como enormes hexaedros los bloques de Susha a 7, distintas dependencias de hormigón dispuestas sobre un amplio pasillo de césped por que discurren la calzada, los caminos, y varios árboles dispersos. Al fondo del pasaje se abre el negro ciclorama de la noche, y pintado sobre él, el rascacielos gris y azul que vi en las fotos tantas veces. Cada palmo de este aire es discordante con el palmo que le sigue, nada encaja, como en una sucesión de asimetrías que tejieran la fealdad. Lo que yo siempre he entendido por fealdad, que no lo feo. Es, sin más exordios, un lugar desvencijado, quizá algo descuidado por aquellos que lo habitan. ¿Y quién lo habita en realidad? No hay un alma en ningún sitio, sólo yo, y ésta es  mi casa, al fin y al cabo, en Sosnowiec. Centrémonos.

El coche se detiene frente a una de las moles. Se lee: Student Hostel Nº 5. Aquí es. Conforta el perfil animoso de Agga, que abre la portezuela con ímpetu y me invita a bajar. El frío se hace claro aunque más que soportable. Es un frío inexplorado, la caricia sobria y grácil de una nueva latitud para mi cuerpo. Baja el novio, con templanza, y me sonríe. It´s ok. Do you smoke? Formamos un triángulo perfecto entre las moles de seis lados que nos cercan, yo sentado sobre una maleta y ellos vueltos hacia mí con atención indagatoria. El chico es como un tótem, corpulento, serio y parco en su ademán, pero hay en su mirada una nobleza muy difícil de explicar, como de sabio o hechicero de la selva. Sólo habla si es estrictamente necesario, y al hacerlo su palabra es aun más discreta que el jaguar previo al ataque: Aguarda a que las frases de los otros se diluyan en su fin demostrativo y creen la atmósfera adecuada a su contexto, y entonces, cuando ya nadie parece tener nada que objetar, cuando la cosa está dispuesta y sentenciada y uno cree que entiende Todo, él arroja su premisa concluyente y enmudece con el garbo de un felino, cerrando el mundo entero a la evidencia. Fuma hieráticamente y apaga el cigarro sin prisa. Y luego nos mira y señala la puerta. Agga toma posesión de su lugar, entonces, y va primera. Nosotros la seguimos arrastrando las maletas en una escena en verdad pintoresca, porque ambos semejamos mayordomos yendo en pos de una duquesa. Puesto que Agga, y eso sí, tiene formas de duquesa. No he tenido casi tiempo de estudiarla y no es momento, pero sé que su sencilla evocación me tranquiliza, y que su voz en español suena a atenuante de recelos: Agga para mí como una hembra lenitiva, como madre protectora de la tribu y sabia guía que nos lleva al interior del edificio con flagrante decisión. Vamos dentro.

Tras la puerta acristalada exterior hay otra puerta también acristalada, y entre ellas, a la derecha, el ventanuco de la oscura recepción: Es una habitación pequeña, sólo iluminada por el gris de tres arcaicos monitores que sugieren otro fin del presupuesto. Es la terminal de las cámaras de seguridad, y sentado frente a ellas con estúpida fruición de militar, ojos impúdicos y expresión desconfiada, el guarda se relame sin mirarnos. Agatha se inclina sobre el hueco y da insistentes golpecitos, a lo que el viejo responde una mueca de lo menos amistoso. Apenas se aproxima a la ventana, sin alzarse de la silla y volviéndose menos de un palmo, sorbe una calada de su histriónico cigarro y luego habla con el humo entre los labios. Esta imagen no difiere de lo ya visto en el pueblo, y aunque huele a ornatos propios del adobo novelesco, yo aseguro que es reflejo vivo de la más considerada realidad. El retrato fiel de una situación que incluso a mí, tan dado a novelar los hechos más consuetudinarios, puede hacerme dudar de su autenticidad. Agga hila de repente un atadero de fonemas increíbles a mi oído. El viejo le responde de igual modo, y yo no entiendo una palabra, aunque sé que habrá problemas por su aire venenoso y ese rictus de sarcasmo que sostiene. Agga se vuelve hacia mí y señala mi maleta:

– ¿Tienes alguna documentación acreditativa?

– En absoluto.

– Dice que necesitas el Certificado de Admisión de la Residencia.

– He imprimido todo cuanto me pidieron y nunca me enviaron nada desde la Residencia. Quizá se refiera a la Carta de Aceptación de la Universidad.

Saco mi carpeta y manoseo los papeles con objeto de encontrar el indicado. Carta de Aceptación, aquí está, más claro agua, y se lo entrego al hombretón que todavía no ha mirado hacia nosotros. Lo observa con la ceja levantada y luego niega con la geta.

–Este no es…– prorrumpe Agatha con ojos desencantados.

–Pues no tengo nada más– respondo, y en seguida siento ganas de reír hasta morirme. Me contengo, miro a Agga, y tras un pequeño instante de indagarnos en el fondo de los ojos, ella vuelve a dirigirse al perro viejo con firmeza, sin contar con nada más en este mundo que su voz, potente y férrea cuando torna a su polaco natural. Desde entonces ya no hay nada que la pare, de manera que indignada, clara, seria, sin mostrar ningún temor ante los gestos de acritud del vigilante, ametralla sin piedad la ventanilla, y en la estela dilatada del discurso hay un sinfín de reprimendas que no entiendo pero noto. Es una carrera sin final la cruel cadencia del polaco. Una lucha entre quien habla y quien escucha. Una forma de exponer el pensamiento de una vez, sin titubeos, mientras todo el resto calla. Y Agatha es ahora una Mujer, con dos ovarios, con el ceño y compostura de una hermana defensora.

En esta tesitura, sin embargo, me da tiempo a recordarme que yo existo. Y ando aquí, con mis maletas, cabrioleando sobre el hilo de la suerte y con clarísimas expectativas de dormir a cielo abierto. Ni siquiera me concentro en la evidencia de que Agga está conmigo y que en la vida dejaría que anduviera a la intemperie. Porque la disposición de las cosas es tan emocionante que me encanta así, tal cual, con su perro guardián en la puerta y ese aroma a filme típico de la Segunda Guerra Mundial. Incluso me percato de que las cámaras de seguridad son móviles, y de que en un momento surge luz de una de ellas y se mueve sobre el césped como ocurre en esas pelis. Cuando el perro vigilante se revuelve en el asiento y verbaliza su cadena de fonemas guturales, no presiento nada bueno y por primera vez en esta noche pienso en Cynthia.* Ella lleva una semana deambulando por Polonia y me advirtió que la llamara a mi llegada. Hurgo un poco en mi bolsillo y, por primera vez, el perro prepotente me contempla. Agatha también se vuelve:

– Está bien. Dice que tendrás una habitación por esta noche, pero que bajo ninguna circunstancia debes seguir aquí mañana. Va a quedarse con todos tus documentos, DNI, Pasaporte y carnet sanitario…

Me encanta. Me encanta de verdad este acojone. Me flipa este retrato fidedigno del peligro con su sello aventurero en lo más alto, y el desgarbado portero dándoselas de duro, y Agga como diva luchadora, y ese novio, rubio y parco, nebuloso, protegiéndola, protegiéndonos a todos en el fondo.
El perro serio nos entrega entonces una llave y pulsa el botón que desactiva el cerrojo de la segunda puerta. Todos penetramos en el edificio con la decisión de un ejército, y mientras avanzamos por el pasillo hacia la que será mi habitación por esta noche,  Agatha me explica qué demonios hay que hacer en estos casos de  polacos: Tenemos que ponernos en contacto e-mail con Cyrcelia Patroszky, mi coordinadora en Universytet Slaski Katowice, para que solucione las cosas mañana a primera hora de la mañana y no me vea obligado a abandonar la Residencia con mi hueste de maletas. Lo mejor sería que ella misma se pasara por la recepción y diera parte de mi situación especial.

– Tengo una reunión con ella a las 9:00 de la mañana –respondo–, una reunión concertada por ella misma.

– Pues sería conveniente que quedarais aquí y no en la facultad. De ello depende tu “permiso de Residencia” y que te devuelvan tus documentos.

– Y… ¿sería solución escribirle un e-mail a esta hora? No lo verá hasta que llegue a su despacho.

– No podemos hacer otra cosa. Confiemos en que lo vea mucho antes.

Entramos en la habitación y ni siquiera miro nada, pensando en enviar ese mensaje cuanto antes. El rubio novio parco me presta su teléfono móvil, único dispositivo con acceso a Internet, y sentado en una cama tan lejana de la mía, a trancas y barrancas compongo una petición de socorro a Cyrcelia Patroszky... ¡Todo sigue siendo tan exótico, con Agga y su noviete ahí sentaditos, en sillones con un siglo por lo menos de vejez, y mirándome y hablándome de eternas complacencias! ¡Yo estoy tan cansado para disfrutarlo…, carajo!

Envío el resultado de mi súplica y entre ojeras me dispongo a hallar la causa de los males que me asolan. Me fijo un poco más en lo que tengo alrededor: es algo parecido a un dormitorio para chófer de autobús. No está mal para una noche, pienso, pero la capa de polvillo sobre el blanco y descosido edredón nórdico me frunce un poco el ceño y entonces salto:

– No entiendo qué demonios ha ocurrido. Estuve dos semanas enviando diez correos diarios para cerciorarme de que no habría problema alguno con la habitación. Los de Relaciones Internacionales me aseguraron que todo estaba en orden e incluso bromearon a causa de mi insistencia.

– ¿Sabes el nombre de la persona de Relaciones Internacionales a la que escribías?

– Sí…, Filomenak Matóz. Tú y yo hablamos sobre ella vía Facebook. Es la chica que pensaba recogerme en un principio en el aeropuerto y que sólo hablaba algo de inglés. Aquella a la dije que prefería que fueras tú la que me recogie… ¡Demonios! No creo que…

Agga sonríe y se muerde el labio inferior. Yo lo veo todo claro de repente.

– Dios mío…, tengo su número de teléfono apuntado en el ordenador… Este… ¿celos? ¡No puede ser!

– ¡Llamémosla!

Son las dos y media de la madrugada, pero aun así la estúpida de Filomenak coge el teléfono y Agga vuelve entonces a largar por esa boca de metralla. Yo, en un aparte, me froto el ojo de cansancio y apoyo la cabeza entre las manos con marcado desconcierto. Allí, en el aparte, me encuentro con el rubio novio parco, que no ha articulado una palabra en todo el rato pero que ahora esboza una sonrisa leve y sana desde el viejo butacón de enfrente. Lo miro, le sonrío y me encojo de hombros, sin entender prácticamente nada de la vida y sus miserias. Él, en un amago de sincera empatía, se inclina un poco hacia delante, me observa con histriónica aspereza, y, muy bajo, con los ojos entornados sólo dice:

– This is Poland. Everything is possible.  

Agatha ha colgado el teléfono y profiere mil injurias en polaco. ¡Es toda una Mujer!

– Lo siento, se ha negado a escucharme. Me temo que ella era quien debía arreglar los asuntos de la Residencia, pero cuando tú le dijiste que preferías que yo te recogiera, se enfadó y decidió desentenderse.

– ¡Ay, Dios! Pero entonces…  

– Se supone que Relaciones Internacionales le había asignado el trabajo de recibirte. No sólo recogerte en el aeropuerto, sino preparar el papeleo de la Residencia y ayudarte con el resto.

– ¡Ni siquiera se dignaba a recibirme en el aeropuerto! ¡Quería recogerme en Katowice! Para ello, yo hubiera tenido que coger un autobús a la llegada, tan de noche, y viajar solo sin entender una palabra de nadie y sin saber dónde bajarme. ¿Cómo no iba a preferirte a ti y tu novio si además hablas español perfectamente? A Filomenak le escribí un correo aclarándoselo todo y ella me dijo que no había problema, que tú te encargabas.

– ¡Claro, pero ella debía llamarme y aclararlo! ¡Soy una alumna cualquiera, no trabajo en Relaciones Internacionales, ni sé de trámites ni papeles! Cyrcekia Patrozsky me dio tu correo y yo te escribí porque quería ayudarte, pero nadie me explicó que había que encargarse de otros trámites. Filomenak se desentendió de ellos… ¡por orgullo!

– Pues vaya una gracia...– suspiro cansado- Tú tranquila, en realidad la culpa es mía. Debí suponer ciertas cosas…

– Ahora debes dormir. Esperemos que Cyrcelia lea el e-mail y se pase por aquí antes de las ocho. Si no lo hace…–tuerce el gesto-, si no lo hace deberías conocer el camino a la facultad, para ir a buscarla.

 Mira a su novio y le pregunta en polaco. Él asiente, parco aunque de buena gana, y se pone en pie.

– Vamos a explicarle todo esto al vigilante– me dice Agga–, para que nos permita salir a enseñarte el camino a la facultad y traerte en cinco minutos.

Recorremos de nuevo el pequeño pasillo y el perro de recepción asiente a las graves peticiones de la rubia. Mi capacidad de observación se ha reducido a la mitad y al subir en el coche ya ni siquiera analizo lo que me rodea. El camino a la facultad es completamente recto, sin embargo, y no hay problema en retenerlo en la memoria. A la vuelta, casi ausente, pido mil disculpas a los dos por el cajón de inconveniencias que he traído, y ellos tratan de quitar el hierro y la metralla a la situación.

– Tú no tienes la culpa, Michael. Todo estará resuelto mañana.

Hasta entonces me queda esperar. Me despiden en la puerta tras haber pedido las llaves al condenado guardián.

– Si tienes algún problema, llámame– y en el fondo de sus ojos brilla un sincero interés en salvarme la vida.
  
– ¡De acuerdo!– y no puedo evitar darle un leve y necesario abrazo, aunque, como creo, atente contra el protocolo.
Buenas noches. Me doy la vuelta y me dirijo decidido a mi piojosa habitación. Al atravesar la puerta presto bastante más atención a las cosas y me hundo en el ambiente amarillento. Me gusta y me disgusta. El rojo intempestivo de las grandes cortinas me recuerda a los telones de un teatro, y las corro hacia un lado para mirar por la ventana. Eso es. Al fin solo en Polonia. Esta es la mejor obra que no he escrito, me digo. Menuda improvisación… Lo que observo al otro lado me estremece, eso sí. Es el escenario más funesto de la Historia. Lúgubre, triste y apagado. Merece una fotaza. Voy al baño luego y trato de mear sin circunspecciones. Es un rinconzuelo sucio y macilento, como todo lo que he visto hasta el momento. Todo viejo, descuidado, y no sé por qué razón: que no me gusta, que me encanta. El cuarto es relativamente cómodo, aunque espero que no sea mi lugar de residencia todo el curso. Sólo tiene una mesita, dos butacas y el camastro, todo dispuesto a lo largo, hacia el telón. No hay escritorio, y no veo la persiana. Abro la ventana en un amago de buscar lo inexistente, y delante de mí se abre una calle espaciosa, oscura y deshabitada, con varios ladridos aquí y allá, como de perro alemán furioso. Será que el vigilante está enfadado, imagino: casi puedo verlo relamiéndose en su silla, mirando al monitor con su siniestro cigarrillo y un revólver bajo el brazo. Menudo personaje.

Me desvisto, me acomodo, y extiendo una toalla sobre la cama polvorienta y dos camisetas sobre la almohada. Es un asco, pero ahora debería pensar en otras cosas. Son casi las cuatro de la mañana del día 28 de septiembre. Hoy cumplo mes con Sheila, y tengo en la maleta una cartita que me dio ayer por la noche. La abro y es un largo y vivo beso entre este frío soliloquio de aventuras. También dos fotos necesarias, mucho más que eternas, que pondré en mi habitación si es que la tengo alguna vez. Llevar esto conmigo significa tanto como amar y ser amado, y vivir con algo así me quita el miedo a cualquier cosa. Evoco a Sheila anoche, la tersura de sus muslos, la cintura, su mano como un lazo indisoluble… Y en ese intervalo de tiempo entre añorar el contacto de su piel y meterme en una cama tan desierta, me prometo a mí mismo no volver a aventurarme sin compaña. Nada me asusta, porque esta noche sé de la belleza en la fealdad, pero estas cosas –el peligro, la ansiedad, la incertidumbre– merecen la pena el cuádruple si se viven junto a otros.

Descansa, Sheila. Sorpréndeme esta noche y aparece entre las sábanas. En cualquier caso, no recordaré donde me encuentro al despertar.










La poesía comprenderá que en la creación no todo
es humanamente bello, que en ella lo feo existe al
lado de lo bello, lo deforme cerca de lo gracioso, lo
grotesco en el reverso de lo sublime, el mal con el
bien, la sombra con la luz […]. Hará lo mismo que
la Naturaleza, mezclará en sus creaciones, pero sin
confundirlos, lo grotesco con lo sublime, la sombra
con la luz, en otros términos, el cuerpo y el alma,
la bestia y el espíritu.*

 

*Meses antes de saber si viajaría o no a Polonia, me ocupé de investigar en varios foros qué tipo de especímenes ibéricos hallaría en la aventura. De entre muchos, Cynthia, de Gran Canaria, resultó ser la única estudiante de Filología Hispánica que además se hospedaba en Susha a 7, así que dispusimos encontrarnos a la llegada.            

*Víctor Hugo.










POLONIA

Nada de lo que Michael Green viva durante los próximos 10 meses en Polonia será nunca comparable a la llegada, de noche ya, a un aeropuerto extraño y colorido. Todo ha resultado muy suave, agradable, y casi, casi natural. Quince minutos de andar por la pista de aterrizaje cual tortuga impávida le han sacado los colores, sí, pero como digo, de una forma progresiva, uniforme, sin violencia, sin temores, sin dramatismos, Sheila. En esa lenta tesitura conversa con una joven y fea polaca: ¡Vas a estudiar en Sosnowiec!– dice en inglés, y la mueca de desconcierto le dura aun cuando bajan en fila por la escalinata a cielo abierto. La sensación de soledad y ensimismamiento se hace potente entonces, sobre un suelo tan igual al de cualquier pista de avión, y tan distinto al mismo tiempo. Huele a lo nunca olido antes, y ya en el autobús del aeropuerto, rumbo al pequeño edificio principal, Mike llama a su padre querido: He llegado bien. Agatha me espera en la salida.*    

Sólo los aeropuertos proveen de autosuficiencia a los perplejos. O eso, o adiós, maletas. Pero ambas resurgen lánguidamente en la cinta, y entonces parece que la cosa marcha bien. No perdamos la compostura, sin embargo. Una ojeada al espejo y me veo cansado, sólo por falta de sueño, mis ojos lo dicen y, verdes, gritan de pronto: ¡Agatha! Hay que salir a Polonia, la verde. Y cómo, cielo santo, cómo será esa Agatha querida, y los pasos son tan  largos como vidas cuando llego hasta la Zjazd, y más abajo pone: Exit. Miro alrededor sin detenerme, algo tenso, y ahí están, ella, verde, y su novio, tan quietos como en las fotos que miré y remiré para sabérmelos de memoria. No me queda más remedio que acercarme en mi patético trajín, y en un último arranque de arrojo, exhalar un sonriente y agotado: ¡Hola!

Un apretón de manos cada uno es simplificar aun más las cosas, ahorrarse protocolos y energías, y marchar precipitadamente al coche. Agatha sonríe todo el tiempo –porque en eso no escatima–, y su voz en español fluye solemne, como un himno de armonías sencillas y hermosas. Su novio concentrado al volante es lo más silencioso. Habla sólo inglés, y responde con lacónicos your welcome a mis thanks agradecidas. Todo cuanto intuyo a los dos lados del camino me enajena, me emociona, me transporta. Y al pensar en todo ello casi alcanzo a comprender la lejanía en que me hallo. La noche delinea a su manera los contornos ignorados: la vegetación vellosa, suave, las formas y colores censurados del paisaje. Las señales privativas de la vía. Nada tiene relación con la cosa acostumbrada. Ni siquiera el ser humano grave y rubio. Y surge esta impresión de dúctil exotismo, que encandila y acojona al mismo tiempo.
Agatha me habla mientras tanto sobre cosas que sostengo y no sostengo. Llámame Agga, es más fácil y es lo mismo. La ciudad de Sosnowiec, los polacos, la carrera, el habla hispana, ella me cuenta. ¿Tienes frío? Y sólo entonces me percato. No, no lo tengo. Ni al bajar del grato avión. Yo pensaba sólo en eso y al llegar ni me he enterado. No hace frío y sólo siento sequedad. En la garganta. Y creen que es factible una cena en el único servicio abierto a esta hora: Un McDonald´s. Ellos ya han cenado, y entonces la cosa no es como yo había imaginado que sería. Nada de sentarnos a una mesa a contemplar ojos inquietos que quisieran indagarme. El McDonald´s no es un bar. Está cerrado y nos atiende un pedestal con voz polaca. Servicio de máquina, como he visto en las películas, que excreta mi cena por una fisura metálica y recoge los primeros zlotys* con que pago. Avanza luego el coche a una cuneta, y Agga me invita a comer en silencio, aunque en realidad quiera decir tranquilo. Habla en polaco con su novio mientras devoro la hamburguesa y las patatas en mi rincón del asiento trasero. Tenía hambre. Mucha hambre. Y hago honor al patronímico de comida rápida. La residencia queda a diez minutos.

El rubio muchacho al volante arranca y acelera una vez más, atajando la noche más oscura que haya visto. Polonia se me oculta, suavemente, y yo sólo la discierno por las sombras amarillas que proyecta la autopista. Las ramas de las hayas son inciertas, pero están. Y un abeto se refleja de repente en perspectiva caballera. Agga continúa dando signos de que existe, de que es aun más real que sus fotos de Facebook, y me da las primeras indicaciones con un hilo de risa cordial: Sosnowiec es muy feo, te lo aseguro. Lleva siempre ropa de abrigo, porque yo vivo aquí, y siempre tengo frío. Entretanto, dos señales de tráfico con ciervos pintados. ¡Sarna!, porque así los llama ella. Y hacemos las pertinentes bromas al respecto. 
A menos de un minuto de los ciervos, las luces ambarinas del poblado.


*Cuando la plaza en la universidad de destino me fue definitivamente adjudicada, mi coordinadora en Polonia facilitó mi dirección de correo electrónico a tres alumnas de Filología Hispánica. De entre ellas, Agatha fue la única que mostró verdadero interés en facilitarme del todo las cosas, y durante meses mantuvimos un estrecho contacto cibernético que aclaró bastante el camino. Hoy, ella y su novio me esperaban en la puerta de salida, para recibirme y llevarme en coche hasta la residencia donde habitaré los próximos 10 meses.


*El Zloty es la moneda polaca.



EL DRAMA

Allá por el mes de Abril del año 2008 me encontraba leyendo The World Without Us cuando decidí que viajaría a Polonia. Amables hallazgos en el marco de la literatura pseudocientífica norteamericana me llevaron a profundizar en la obra del periodista Alan Weisman, autor del libro en cuestión, que tras muchas y ociosas indagaciones extrajo una almidonada colección de especulaciones sobre qué impacto originaría en la Tierra la desaparición total del hombre. A mí, ni entonces ni ahora me movía ningún tipo de afección catastrofista: muy al contrario, me centré en recopilar fragmentos descriptivos sobre el mundo aun vigente, con un propósito, además, absolutamente concreto. Para elaborar su hipotético futuro, Weisman había recorrido zonas cuya historia implicara un cese repentino en la acción del hombre  –Chernobyl o Hiroshima, por ejemplo–, pero antes, y para mi fortuna, anduvo recopilando utilísimos datos sobre aquellos emplazamientos que, por circunstancias, habían recibido menor incidencia humana desde el principio de los tiempos; esto es, entre otros: el bajo Amazonas, la China profunda, y al fin, el frío noreste de Polonia, la Reserva Natural de Bialowieza. Ajeno a mi incoherente inclinación por la substancia primigenia, por la verde signatura de los bosques insondables, por el ciervo junto al río y la cotorra sobre el árbol milenario, Weisman indagó sobre una base verosímil para el gran mapa introductorio de su libro, y de esta suerte, me brindó una prometedora selección de viajes que empezaría a tomar forma casi cuatro años más tarde, en Cádiz, una vez cayó en mi mano la Guía de Programas de Intercambio Sócrates-Erasmus 2011/12.

Esto último ocurrió sobre la excelsa primavera de este año. Los días de calor se anticipaban a la lógica cordura estudiantil, y en cuestión de dos semanas no quedó un alma en la facultad que no hubiera pedido su beca Erasmus. Filólogos, lingüistas, historiadores…, nadie parecía dispuesto a quedarse en su sitio, y yo, Michael Green, tocando la guitarra en el rincón acostumbrado, lo observaba todo con tal aire displicente que ninguno de mis compañeros hubiera imaginado la locura en que iba a embarcarme tan solo unos meses después.

Sancho y Marcel vinieron a verme entonces, un día, cargados con sendas guías del estudiante:

– Ya hemos entregado las solicitudes.

– ¿Las solicitudes para qué?

– Nos vamos a Alemania, para cuarto, y tú beberías venir con nosotros. Pasaríamos un año del carajo.

Hojeé los cuadernillos, muy atento a los destinos que ofertaban en la UCA: Londres, Austria, Suecia, cruel Finlandia…

– ¿Y qué se me ha perdido a mí en Alemania?

Era muy probable que lo mismo que en Polonia, claro, pero en una de las hojas del librillo, allí estaba, refulgente, anunciándome con saña el verdinegro de los bosques paleolíticos, las huellas de un bisonte casi extinto, los chasquidos del castor, y el aura de una cierva sobre el ígneo resplandor anaranjado. Las lecturas de ese Weisman me envolvieron de repente, como un fuego, y creo que ese instante fue el auténtico motor de la aventura.

Cuatro días después, Michael Green solicitaba una beca Erasmus dentro del Programa de Movilidad para Estudiantes. Me marchaba a Polonia, así, sin más. Y no sabía nada en absoluto sobre ella. 





SIN DRAMATISMOS, SHEILA

A 27 de septiembre de 2011

Aeropuerto. Estrés y cansancio tras una cadena interminable de despedidas, de sentencias, de consejos. De ultimar lo que no es último. Te quiero, mamá. Sensación de irrealidad perpetua desde hace una semana. Papeles, personas, papeles. Hermano, mi hermano, se lleva la marcha el verano. Los tiempos, las horas, los besos. ¡Tu cuerpo, mi vida! Regalos y abrazos anoche, personas amadas. Papeles de nuevo. Maletas. Y el mar. Toma de conciencia una vez en el coche. Sheila sonriente. Sin dramatismos, Sheila. Y sonríe. Y queda su cuadro sobre el parabrisas. Helado, en mi mente. El llanto ya en marcha, como una descarga electrógena, y frío, y temblor. Dolor de cabeza. Expele en minutos el apremio de días. Y llora, llora, llora. En la carretera.

Aeropuerto. Que viene a buscarme muy lento. Jerez-Madrid primero. Llega, factura, espera. Y todo es mi padre. Sin él se disipa mi arrojo, y de él lo sustraigo, aunque ido. Despega el avión primigenio, y abajo, una foto, sin cámara. Es Cádiz, entero, mi sueño, mi esencia, mi solo y precioso cuadrado. Hemos vuelto a buscarte, muchacho, me dicen las cosas bonitas. Despídete aun mejor del lienzo entero de tu vida, de la gente que te quiere. Y sus voces resuenan en mi alma dormida. Pareces sedado. Pues vaya. Han sido estos días muy duros.

Madrid-Katowice, son los nervios macabros. Han crecido mansamente por la tarde, porque huele a instante previo a la partida. La Terminal 1 de Barajas rebosa gente palpitante, con su esencia a flor de piel por alegría, por tristeza y esas mezclas. Pero luego llega al fin la hora fijada, y todos dan el paso bajo el cuadro del escáner, sin pensarlo, y centrados en aquellos formalismos necesarios. Es la seña suficiente para armarse de valor y despedirse finalmente en la distancia, y entonces uno vuelve a la feliz, y aun llorosa, suficiencia.

Sheila, Sheila. Mi lindo cuadrado.

Un par de llamadas escuetas, caramelos y algo de agua para el viaje, todo irremisiblemente caro, y en la cola del avión ya los primeros semblantes polacos, inquietos, que aguardan lo mismo que tú con impaciencia contenida, y regresa la impresión de espacio onírico en el segundo en que te miran de pasada. Con agua y caramelos en la boca. Y nadie te conoce, pero todos necesitan remirarte y comprobar que no están solos, que no son los únicos que dejan mil cosas atrás.
   
El avión es grande y cómodo a las siete de la tarde madrileña. Sin dramatismos, Sheila, por favor. La última llamada de mi padre en el pasillo. De acuerdo, ya estoy dentro, llamo cuando llegue, a las 11:00 de la noche. Explota modos periodísticos, ponte frío, analiza, salte de momento de tu cuerpo y nunca sientas. Un suspiro, ventanilla, capaz y poderoso avión: si eres un low-cost, por qué me llevas por los cielos con presteza equiparable a la mejor.

El viaje se hace largo, sin embargo. Doy mil cabezadas de un minuto, y siento que deshago las tensiones en mi área del asiento. Si es posible nunca sientas. Y soy frío, imparcial, extradiegético: Y vuelve a impresionarme la osadía del humano cuando alumbran las ciudades de ahí abajo. Europa se desliza mansamente en la penumbra. E Italia ya es opaca. Sé de ella por la radio. Y bendita melodía comercial. Deshace la impresión de la rotura con mi mundo. Lady Gaga, yo te escucho. Llevo a cuestas un extremo del cuadrado de mi vida, o yo soy mismamente ese cuadrado. Y ahora vuelo.




INTRODUCTOR

Imagina que estás en la terraza de un bar cualquiera, en una ciudad elegida al azar, y a la hora del día que más te apetezca. ¿Ahora mismo? Por ejemplo. Conmigo, frente a frente en este preciso instante, tomando un refrigerio a cuatro pasos de tu casa, o de la mía, o en la esquina más remota o desastrada del país. Es igual. La brisa sopla suavemente en cualquier caso, y una guapa camarera se pasea entre las mesas con donaires circunspectos. Es oblicua la luz, en perspectiva sobre ella –y sobre todas las cosas–, tan breve como el ancho de un proscenio a ojos del espectador. Y tú y yo, los personajes, somos sólo este cuadrado: nuestra mesa, las paredes del local, y la suerte de murmullos y repiques tintineantes del ambiente. Hay dos vasos de cristal entre nosotros, nada más. Ambos se interponen entre sí con su materia iridiscente, y no son sino meras bagatelas de una inocua circunstancia, como pobre implicatura de un contexto que nada implica en realidad, quizá por usual, quizá por recurrente en el transcurso de una vida, la que sea, que no sale del pequeño cuadriforme de ella misma. Nada más concurre aquí que mi palabra en el segundo en que te hablo:


– ¿Qué podrías referirme de Polonia?

 Tú despiertas de repente tras segundos de abstracción en el cristal, y los lados de nuestra área se subrayan un instante:

– ¿De Polonia? ¿Qué se me ha perdido a mí en Polonia?

Todo encaja en nuestra mesa, y nada en absoluto fuera de ella.
Vemos sólo nuestros vasos, aunque sean iridiscentes, y reflejen otros mundos más allá de este cuadrado.