28 de Septiembre de 2011 (III)

Magda ha supuesto un alivio a la presión que el extrañamiento sedimenta entre los tímpanos: No hay miedo al exotismo del ambiente si ella es como es y vive aquí. He visto el arrabal desde sus ojos, las calles, los escombros, la gente. Me ha dado un rinconcito en que comer sin aspavientos, una vieja biblioteca, un supermercado con lo más imprescindible, puestos, farmacias, tenderetes de fruta, paradas de autobús e incluso una pizzería.














Las demandas más coquetas del señor burgués están aquí, situadas a la vuelta de la esquina, aunque antes deba uno transitar por la ciudad desvencijada. Sorprende ese contraste fuera/dentro, y fascina cuando en medio de las calles derruidas aparece un restaurante acogedor, un abeto esplendoroso, o la cálida sonrisa de una joven. Todo ello invita a responder del mismo modo, con sonrisa, y en virtud de estos favores, asumido el protocolo, sonreír es lo que he hecho: A las dueñas del local, a Magda, por supuesto, y también a cierta alumna que paró a hablar con nosotros en tanto nos despedíamos frente a la puerta de la facultad –otra que tal baila: una auténtica belleza, caballeros–, y de la que, naturalmente, no entendí una palabra. Empero, me reitero: Nunca vi tanta afabilidad reunida, tanta predisposición a dar lo mucho o poco que uno necesita, tanto interés, en fin, por coadyuvar: Si tienes alguna duda, algún problema, ya sabes dónde estoy, dice Magda, y me entrega su tarjeta. Otra salvaguarda, pienso; y ésta es de papel, susceptible de meterse en un bolsillo para luego echarse a andar entre abedules. El cielo, los arbustos, el camino, tienen más color que hace tres horas, y no sé si es por el Sol, o las mujeres.













De vuelta a la Residencia pienso en comer, comer, comer; en un almuerzo gigantesco y nutritivo, en mi abuela, en sus potajes, en el cobijo del piano y en sus cuadros sugerentes…, pero es tanta la ansiedad por mudarme de dormitorio que decido contentarme con un bocadillo callejero. Una cosa rapidita. Entro en una tienda pequeña, poco acogedora, y bajo el mostrador, la fila de fiambres no tiene buen aspecto. ¡Bread! ¡I need bread! Eso, pan, y algo para echarle. Ham? Mouuuurtadela? Chouuuuuped? ¡I want a sandwich! Esta tendera también es preciosa, por supuesto, pero está desconcertada. No se hacen bocadillos en Polonia. Así que en un arranque de energía tomo un paquete de algo parecido al jamón cocido, compro plátanos, un cuchillo, y me dirijo a la Residencia al fin, recto, directo al rascacielos.




Llego. Entro. Respiro. La simpática mujer de recepción ha desaparecido. Ahora hay otras dos, una rubia de cincuenta y otra vieja. ¿De cuánto tiempo son los turnos? ¿Cuántos recepcionistas trabajan aquí, demonios? No importa ahora. Trato de hacerme entender sin éxito, pues nadie sabe una palabra de inglés. Cinco minutos de alharaca infructuosa, con gestos grandes como polonias enteras, y cuando estoy a punto de rendirme, al borde del abismo, harto, llega otra mujer a mis desgracias, una chica residente esta vez, vecina, y muy propia, que tras instarme a que le cuente en inglés, deja claro el problema en polaco y alguien me entrega dos llaves 77 en el acto.

Genial.

A las dos y media de la tarde me despido de mi odiado cuchitril y avanzo por el tétrico pasillo hacia la escalera. No hay ascensor, así que subo tres pisos con las maletas a la espalda. De camino veo dos salas con ventanales al pasillo: una con televisión y varios sillones, en la segunda planta, y otra con un par de mesas, ya en la tercera. Ambas están cerradas. No hay nadie. Tuerzo a la derecha. Habitación número… Sedem Sedem, 77, de acuerdo. Veamos. Esta llave grande…  



Dos vueltas y entro en un descansillo cuadrado, con una nevera, una percha y tres puertas, dos de ellas con sendas cristaleras rugosas. Tiro de la única que no tiene cerradura, a la derecha, y descubro mi cuarto de baño.








Es bastante pequeño, sencillo: una placa de ducha con mampara, al lado una estufa de gas, sobre el retrete; a la derecha el lavabo, y sobre él un espejo. No tiene bidé, pero al menos el mobiliario está limpio. A la izquierda hay un pequeño cacharro de baldas con ruedas, y sobre él una palangana roja. Contemplo mis manos cansadas y tienen el mismo color. Malditas maletas. Vamos allá.

Descansillo de nuevo. Es intuitivo. Dos puertas, la única llave que no he usado. ¿Cuál es mi habitación? Probemos al frente, es la que más luz deja filtrar por el cristal, se vislumbra esplendorosa. Una vuelta...


Un amplio paraíso.




Se abre ante mis ojos una bella estancia azulada, pared beige pintada a rasgos irregulares, suelo de madera con reflejos de ventana gigantesca, al frente; una colcha esplendorosa a la derecha, bajo el sólido fulgor del cielo azul –esto es un sueño– y a sus pies, la mesa pequeñita que hará juego con la noche. 







Un armario al otro lado, alto y con tres estantes cerrados, dos abiertos, una puertecilla a la izquierda: Maletas, preparaos. Dos sillones que siguen a la cómoda, y entre ellos otra mesa pequeñita, no de estudio, pero creo que dispuesta para el fin en cuestión. Qué demonios importa, tengo una habitación preciosa, limpia, individual. Me dejo caer en la cama, sonriente: Sí…, es confortable…  Ni siquiera me había dado cuenta de las cortinas rojas, descorridas, del mismo color telón que las del primer cuchitril. Estaré prácticamente encima de él, pero en este tercer piso la luz es tanta que no desmerecen. Nada desmerece. Dios…, puestos a buscar pegas, ¿qué hay de la otra puerta del descansillo? Me levanto, me dirijo hacia ella. A través del cristal tupido se distingue, borrosa, una cama. Compartiré nevera y cuarto de baño cuando empiece el curso, pero aquí no hay nadie ahora. O sí y está fuera. No puedo saberlo.

Volver la vista a mi cuarto me produce una sonrisa. Echo más de tres horas en limpiarlo y colocarlo todo: Ropa, enseres, libros, CDs, el nuevo portátil, altavoces, medicinas, ukelele, el póster regalo de mis tíos –la Caleta–, las fotos de Sheila –joder–, el reloj-despertador…










Luego, hambriento, me dispongo a abrir el jamón cocido. Pero, claro, no es jamón cocido, ni siquiera un embutido. Es una masa maloliente parecida al paté de cerdo, pero sólida y con grumos, aceitosa, una especie de comida para perros. ¿Lo será? Corto el pan, la unto, y haciendo un gran esfuerzo para no vomitar, doy buena cuenta de ella. Luego plátanos, plátanos, plátanos. Son mi salvaguarda: están buenos, colombiano. Esta noche cenaré como un rey. Tengo que comprar en condiciones. ¡Descansa!










La tarde se va como un galgo entre las fotos a la estancia y la ventana. La cama me exige visita en varias ocasiones, me tumbo, cierro los ojos, pero en seguida despabilo y me pongo a ordenar esto o aquello, a buscar esto o aquello, a añorar esto o aquello. La soledad. Contemplo fotos de Sheila en el ordenador y pienso en llamarla. Los tordos chillan más fuerte a la caída de la tarde, y a las cinco y media el Sol está tan bajo que entra nostalgia noviera. Internet… el cable no me vale. Para cuando decido bajar a preguntar, mis amigas de recepción se han ido. En su lugar, el perro.

Ahí anda, olfateando el peligro y creyéndose importante sobre sus monitores. Le pregunto –Internet es vocablo universal– y me señala un cartel escrito en polaco con los pasos a seguir. Me descompongo: ¿acaso sé polaco? Lo leo atentamente y voy asintiendo en silencio, sin entender una mierda, claro, pero muy digno. Así que vuelvo a mi habitación sin lograr mi objetivo, frunciendo el ceño. No hay nadie en esta maldita residencia que pueda ayudarme… El diccionario de polaco se abre de par en par. Estudiemos.

De repente suena ruido en el pasillo. Salgo instintivamente y me encuentro con un negro de cara amigable. Hi! I´m Alberto. Hi!, I´m Rizzo. Será mi vecino de justo en frente, habitación 74, nigeriano… ¡I love Africa, but I…! ¡Me entiende! ¡Él entiende mi inglés! Está aquí por algo de la UNESCO, no termino de saber qué, aunque estudia ingeniería bioquímica. Le refiero la patraña del día anterior, para advertirle sobre la actitud del perro de abajo, y le indico cómo abrir las puertas de su habitación. Thanks, thanks, my brother! If you have a problem, you say me!

Vuelvo a quedar solo y compongo la pieza para ukelele del día. Mi morada guitarrilla hará el apaño de musicarme hasta que adquiera una guitarra de verdad. Jode haberse quedado sin eléctrica, pero soy consciente de que una acústica me hará la musculatura al esfuerzo, así que a por ella iré. La pieza suena bien. La grabo…

… y suena el móvil… Cynthia!! La noche ha caído y quedamos en cenar juntos. ¡Al fin una española! En la hora que ella tarda en arreglarse, una mujer vieja y con cara de pocos amigos viene a visitarme a mi habitación. En un papel trae escrita la suma que he de pagar por la mala noche anterior y el mes de Octubre. De acuerdo. Now? Nie, Nie… Wachu wachu, y su gesto indica mañana. ¡Eh! ¡Me ha entendido! ¡Ha entendido Now! Sabe… ¿sabe inglés y no habla inglés? Demonios…  

Tras esa hora de arreglarse, Cynthia me recoge en la puerta de mi bloque. Al fin la veo en persona, y sabe a gloria saludar con dos besos después de tantas correcciones. No te imaginas la aventura de anoche, killa
Es una chispa morena de ojos negros, como la piedra volcánica de su isla, y en dos minutos nos conocemos de toda la vida. Caminamos calle arriba conversando sobre lo acontecido desde entonces. Ella ya conoce esto –lleva una semana por aquí– aunque admite que se pierde con facilidad. No te preocupes, yo también, ja, ja!

Llegamos al centro de Sosnowiec. La zona luce igual de destartalada que los aledaños en que ambos vivimos, pero hay gente al menos. Mi acompañante me lleva entonces al Sphinx, una pizzería. Tengo un hambre de lobo por la mierda de almuerzo para perros, y necesito meterme algo consistente entre pecho y espalda. Pizza, pizza, pizza, enorme pizza. ¿Hay pasta? El bar es agradable y la canaria me arrebata mucho más de lo que esperaba, mi niño. La sitúo por fin en su ambiente, no vomitando las noches bajo la esquina de un bar, como intuí, sino tocando el temple canario en cien verbenas isleñas. Así parece ser ella, y da gusto hablar sureño y ser comprendido al instante. Hablamos sobre todas las cosas, llega el silencio sobre el plato y entonces: como, como, engullo mis spaguettini boloñessi como si fueran los últimos de la Tierra.

A las diez el rubio y seco camarero nos insta a aligerar la marcha. Es la hora límite para la mayoría de los locales polacos, me dice ella. De acuerdo. Rebaña el tomate. Apura la cerveza. Vamos a probar el café polaco en otro sitio.

Por el camino nos topamos con varios chicos. Tienen una guitarra hecha mierda y han estado malcantando en una fea plaza cercana. Hablo con ellos para pedirles el instrumento y parecen algo locos. Lanzo entonces un par de acordes naturales, que ellos interpretan como flamenco, y aplauden. Tipical spanish! Están medio en serio medio en broma, y como a Cynthia no le hacen ninguna gracia, nos vamos. No me fio de nadie aquí. Hombre, los universitarios… suelen ser inofensivos. Aunque quién sabe. Encontramos ese café y pruebo un poco del capucchino de Cynthia. Todo cambia algún día para alguien. Y menester es que así sea.

De camino a la residencia paramos en una gasolinera a comprar el desayuno del día siguiente. Zumo, chocolate, galletas. En Cádiz estas cosas aparecen en la despensa sin esfuerzo por mi parte. Desayunar solo en ese cuarto sin mesa va a ser… ¡Vamos a quedar para casi todo, tranquilo, mi niño! Hablamos de la soledad, de la cercanía. Sí, también yo necesito mi espacio. 

Al llegar a la Residencia Cynthia me señala su bloque, el número 2, y me insta a subir para conectarme a Internet: Un trabajador tiene que venir a ponértelo, mientras tanto, ya sabes. Sin embargo, la vigilante de su bloque me corta el paso. Nie, nie. Joder. A partir de las once no pueden pasar extraños. Bien. Nos despedimos y quedamos en vernos mañana en cualquiera de las dos habitaciones, para desayunar.
Que así sea.

He llegado a mi habitación y he sonreído. El 28 de Septiembre de 2011 ha ido de maravilla en toda su complejidad, y después de pensar en sentarme a escribir, he visto un par de videos antiguos y he llamado a Sheila. Casi media hora hablando con ella habrá salido carísimo, claro, pero era necesario ir a la cama sonriente del todo. Redactar este larguísimo texto, además, precisaba de fuerzas amorosas dado el título, fecha de nuestro “mesario”, y esta noche no podía significar otra cosa que nostalgia.

Todo sea por la experiencia, sin embargo. Aquí, a cada paso, cada calle, cada persona, luce una nueva.









28 de Septiembre de 2011 (II)

Su despacho es tan amplio como un aula de colegio y las ventanas filtran rayos plateados sobre él. Me giro, doy las gracias a quien me ha acompañado hasta aquí, y luego cierro la puerta, porque es aquí donde estamos, donde todos debemos estar. Cyrcelia Patroszky al fin. Me recibe con un gesto candoroso y me invita a sentar entre disculpas. Es una mujer tranquila, apacible. Su español suena a regalo, por lo pulcro y lo logrado del acento. Ha pasado toda la mañana llamando a mi móvil, pero había olvidado marcar el prefijo. Me conoce. Amasa la confianza en la caída de sus párpados. En su sonrisa. Hablar por Internet es un inicio, y uno ciertamente se imagina quién está detrás de la pantalla. Además, he dado que hablar en todo el departamento. Los problemas con la residencia, ya se sabe, pero tranquilo, me dice, que lo he resuelto todo.

Serena, sin perder su afabilidad, me explica el problema completo: Desde este año, el departamento de Relaciones Internacionales de la universidad de Silesia ofrece una pequeña ayuda económica a aquellos alumnos que se presten a recibir y acomodar a los Erasmus entrantes. La tal Filomenak Matóz, una estudiante cualquiera de Filología Inglesa –y no una representante de Relaciones Internacionales, como yo creía–, decidió participar de este contrato con objeto de cobrar el beneficio, y de entre todos los Eramus de Silesia que arribaban este curso, le fue asignado Michael Green, osea yo, por lo que quedé de esa manera a su cargo. Mientras tanto, Cyrcelia, que apenas sí tiene contacto con Relaciones Internacionales, dio mi dirección de correo electrónico por su cuenta a tres alumnas interesadas en recibirme, una de ellas Agatha. Ninguna de las tres tuvo nunca idea de la nueva propuesta económica del departamento de R.I. ni de que fueran a cobrar un céntimo. Aceptaron porque sí, por amor a ese otro mundo que está lejos y que ansían conocer de primera mano. 
Establezco mi posición: Mientras Filomenak me escribía en un muy dudoso y sarcástico inglés, Agatha me roció con garantías varias de supervivencia, siempre, siempre, en español. No me importaba quién se ocupara de mí una vez en el pueblo –una vez asentado en Sosnowiec lo mismo hubiera dado una que otra–, pero la recogida a las 23:30 en el Aeropuerto de Pyrzowice, el destino del avión, era algo de crucial importancia para mí. Filomenak no daba opción a ello, prefiriendo recogerme en Katowice y obligándome así a viajar en autobús con todo mi equipaje y de  noche. Agatha, sin embargo, lo refirió desde el primer instante y sin que yo llegara a mencionarlo. Ante este hecho, claro, preferí que fuera Agatha la encargada de recogerme –sólo de recogerme, aunque luego se desentendiese–, así que escribí un par de correos a Filomenak explicando la situación y declarando mis preferencias. Nunca lo noté, pero el caso es que ella se molestó bastante, según Cyrcelia, tal vez porque imaginó que con ello se ponía en tela de juicio su derecho a la remuneración. Así, en un ataque de frenética ira, canceló los trámites que permitirían mi alojamiento y delegó en Agatha esa función, pero sin hablar en absoluto con ella. Como he referido en la entrada anterior, Agatha no tenía ni idea al respecto, así que, en consecuencia, el personal de la Residencia jamás tuvo noticia previa de mi existencia, y por eso el drama de anoche.

Mi coordinadora es un suspiro, sin perder la amenidad, aunque ahora sí levanta una ceja dando a entender su opinión sobre Filomenak. Yo nunca he cobrado nada por ayudar a ningún Erasmus, suelta, no sé de dónde se han sacado tal cosa los de Relaciones Internacionales... De cualquier forma, pienso, como organismo supeditado a la institución universitaria, este departamento estaría en la obligación de extender a los coordinadores académicos la resolución total de sus decisiones. Que ayer estuviera a punto de dormir bajo un árbol fue resultado de una simple falta de comunicación entre ambos, y la acogida de estudiantes Erasmus debería fundamentarse en el interés por el intercambio cultural en sí mismo, no en la emisión de apetitosas ofertas de trabajo para los más avispados. A mí, claro, esto me sirve para intuir de qué pie cojea alguna gente por aquí, y me ayuda a prevenir futuras tretas. No obstante, dice ella, el problema está resuelto, mi reserva formalizada, así que cuando vuelva a la residencia podré ocupar una habitación de estudiante normal, y no ese cuchitril lleno de bichos.

Una vez en esto, ¿qué hay del resto? La esperada reunión dura bien poco. Cyrcelia me refiere con tesón sus competencias, que son exclusivamente académicas, y me insta a quedar con Agatha –que se constituye desde hoy como mi Buddy*– para elegir las asignaturas. Yo le digo que me gustaría estar en clase con Cynthia, la otra Erasmus española de Filología Hispánica, y que trataré de coincidir en horarios y asignaturas. Ella se vuelve hacia el ordenador y me enseña brevemente la página de la facultad. Después hace un par de comentarios sobre fiestas y demás, y vemos unas fotos de alegres niños disfrazados. Por último me facilita su horario de tutoría, jueves y viernes de 8:00 a 9:30. Y señala la puerta del despacho.

Entonces, como si todo estuviera programado, alguien llama. Cyrcelia responde con gracia: Tac!, y entra en escena una mujer de treinta y muchos, morena, atractiva y jovial. Esta es Magda, del departamento de Filología Inglesa. Ella se encargará de enseñarte la universidad y los alrededores…, en inglés. Mi cara es un poema de cansancio, pero sonrío con fruición involuntaria. Qué sencillo es disfrutar cuando las cosas tienen cara de mujer, aunque no entiendas un comino lo que entrañan en su seno. Magda es solo encanto, un edén en el averno de mis dudas. Me lleva por pasillos, escaleras y despachos, y tras ella me deslizo como un niño, poco atento, disfrutando simplemente de su amena compañía y su ademán encantador. Recorremos líneas rectas y torcemos las esquinas, mil esquinas, diferentes entre sí por el color. Ésta es la zona de Inglesa, ¿ves?: Red. Y esta otra la de Hispánica: Yellow. Desde luego, un consuelo en este inmenso laberinto: Los colores. Una guía imprescindible en el contexto rebuscado, y otra guía que pregunta de repente sobre el Yellow, el Red y el Blue en español. Nunca lo ha estudiado, ¡pero suena tan bonito…! Es despierta y espontánea. Muy curiosa. Tiene la mirada de una niña desenvuelta, y al entrar en su despacho se disculpa del desorden con un deje adolescente que cautiva hasta lo absurdo. En un momento, veloz, como si no fuera ese el motivo real de nuestra reunión, me muestra la página de la facultad y luego algunos datos útiles sobre el transporte. Suficientes formalismos por hoy, ejem. Conéctate a Internet si quieres, dice, y entonces me cede su Asiento Real. A mí me descoloca el hecho en sí mismo: ¡No, no! No quiero entretenerte más de lo debido. Ella frunce el ceño y se acomoda en una silla más pequeña: Deja, deja, yo tengo que practicar el nombre de los colores en español.

Llevo doce horas aquí y ya empiezo a comprender que, en Polonia, ser mujer y maravillosa debe ir casi ligado. No es una componenda zalamera de esta chica, no. Es, sencillamente, ser así. Saber que todo fluye. Que no hay nada que revista verdadera gravedad. Y mientras ella se afana en escribir Amarillo, Azul, Rojo o Verde con fruición de colegiala, yo aprovecho para enviar un mensaje amoroso a Sheila y actualizarme en las redes sociales y el correo. Tanto que contar en tan poco tiempo… Necesitaré Internet en la Residencia, pienso. ¿Ammmariiiilio…? ¡LLO!, LL. En español, LL se pronuncia así. Ella me ofrece una especie de castaña recubierta de chocolate. No esperaba la castaña, claro, y el sabor me desagrada, pero todo lo trago con satisfacción categórica desde esta mañana. El largo rato en su despacho, su actitud, su veleidad, terminan por sacarme de la trama terrorífica de anoche, y aunque próximo a la sorpresa, como siempre, ya soy otro, ya soy yo.

Magda y Michael, en perfecta coalición emocional, un inquieto terremoto de interés, sí, pero interés al fin y al cabo. Meter baza incluso en temas de lo más intrascendente, luego salir al pasillo, dirigirse a Secretaría. Un cantón dividido en varias dependencias. En la primera, un grupo de becarias observa al chico extranjero. Todas de Filología Francesa, así que no hay conversación. Ni nada que objetar. Carajo, aun no he visto un sólo hombre en la toda la facultad.

Luego la calle: El cielo. Los árboles. También la podredumbre, pero ahora junto a Magda: It´s a beautiful day! Camina. Los árboles son verdes de verdad, árboles de frío por doquier, el cielo azul y seco brilla como un mar compacto. Pregunta, entre titubeos de aire, si en Cádiz hay mar. ¡El Atlántico en toda su magnificencia! Se emociona. Yesterday I went to the beach!! Oh…! Mostrarme lo más básico, lo esencial dentro de lo esencial. Tienda sí, tienda no, quizá quieres comprar, ferretería, droguería, pastelería, floristería. ¡No, no todavía! Allí un supermercado. Lo imprescindible. Now I´m going to show you the swimming pool. Acabáramos. Cruzar la carretera hacia los árboles, tranvía ceniciento: detienes tu ruidosa singladura en los suburbios. ¿Corremos, no corremos? Hablamos. Hablamos sobre todo lo pensable, y lo que no se desintegra entre las hojas amarillas, que ya empiezan a caerse. This is the pool. Al otro lado de la calle, de camino a mi Residencia. Yes, I want…to… swim this year. Dónde está tu residencia. ¡Ahí! ¡Vamos hacia ella! Camina, camina, habla. Enclaustrada en la avenida proletaria…



This is the Church. I can see! Ha ha ha! ¿Eres religioso? No… but I… I think… creo que… God…  y arde el gesto de impotencia entre mis manos: no sé explicar en inglés lo que pienso en español. So…, so…, so… ¡tan inmenso mi interior y aquí encerrado! Las palabras de mi vida ya no sirven. Puedo aparentar ser un iluso. ¿No lo soy? Queda ahí la cosa, un silencio incómodo, la calle: I´m sorry… No, no! Don´t worry! Bit by bit, como todo lo correcto en esta vida. Lo importante es más profundo que una simple reflexión, está en el fondo de los ojos, reservado a quien los mire. Y bueno, ella ya lo hizo en el despacho de Cyrcelia. Y acertó:
Ven. Es un curioso restaurante.



Una casa en realidad, como un museo de reliquias del 50. Muebles y paredes que recuerdan a señoras con encaje, cientos de figuras, porcelana, cuadros sugerentes, fotografías en blanco y negro, ¡un piano! La vida vintage en el último rincón de Sosnowiec. Y en él, nosotros. Magda delante. Ella conoce a las dueñas, que surgen de detrás de una cortina del ala derecha. Dos señoras de unos cincuenta y tantos, felices a juzgar por sus anchas sonrisas. Hablan. Hay frente a la barra un caballete, una mesa repleta de botes de pintura goteante, una paleta, pinceles de todos los tamaños y una docena de lienzos esperando ser colgados –vaya, los pintan ellas–; y en este tenor artístico, sus labios vocalizan en polaco sin dar tiempo a respirar. Bajo la luz blanca de la estancia me hago más pequeño si cabe, pero crezco de repente, porque una de ellas habla inglés. Hablan sobre mí. Sobre quién soy. Qué demonios hago aquí. It´s a beautiful place. Thanks! You have a piano. Oh, yes, yes, but… follow me. Sigo a la guapa señora a través de varias salas, cada una con su propia idiosincrasia. El elevado número de sillas –coquetamente dispuestas alrededor de mesas con manteles bordados– es lo único que identifica la estancia con un restaurante. Los cuadros, las estanterías llenas de libros, la música clásica en la radio, allí un ordenador con Internet, la chimenea…, más parece la morada de una abuela postmoderna. Look, boy. Y en el último habitáculo, una amplia habitación empapelada y con ventanas hacia el huerto, luce otro piano, esta vez de los modernos y con sal de ser tocado. 



Me lo enciende sin pensar. Ni siquiera sabe si tengo idea o no, si he visto un piano en mi vida, pero las cosas se suceden suavemente, como dichas y hechas sin motivo contundente. Todo fluye, y yo, toco. Tímidamente. Sólo un par de acordes. No sé hacerlo de otro modo, nadie sabe. Es el último rincón de Sosnowiec. La dueña de la estancia se retira. El peso de la vida ya vivida se evapora. Todo nuevo. Ignorado. Estoy solo frente al mundo, en Polonia, las cortinas cobran vida, y es la única que vibra, aunque alguien se estremezca a mis espaldas. Magda en un dulce silencio, escucha, hace un gesto de aquiescencia, luce guapa.

De vuelta a la cocina, ya sé de mi papel en esta historia. Soy la magia tan común de mi existencia, a la sazón ya conocida, pero ahora sorprendente por exótica. Despierto el interés de cada esquina y cuando hablo todas ellas se congelan: In Spain I have a keyboard, and… and… ¡and…! ¡Aquí acusaré su falta! 

Lo dicho. Es el fondo de los ojos: If you want to play, come, come* here every day


     
*Buddy (amigo): alumno universitario al que se asigna un Erasmus entrante. Su función es facilitar al recién llegado los trámites burocráticos propios de su país. 


*Y qué importa esta vez el idioma. Claro que comeré.




28 de Septiembre de 2011 (I)

A las ocho en punto tronó el despertador como un aullido y desperté sobresaltado, dispuesto, sin miedos analíticos. Supe dónde estaba, aunque dudé si había dormido en realidad, o si Sheila –y era un sueño inevitable– había estado dando tumbos por la cama como una bailarina. La aventura continuaba, pero ahora con un sol omnipotente chamuscando las cortinas y una luz sincera y roja golpeándome los ojos. En la puerca habitación de los conserjes no había una persiana que frenara nada de esto, y el sudor, que no el cansancio, había abandonado mis entrañas para irse a acomodar sobre el camastro blanquecino: Para ti, perro guardián, pensé cargado de malicia, bébelo y contágiate de los recelos que causasteCon ello reviví las circunstancias de la noche y recordé los pormenores de mi cruda situación: Si la doctora Cyrcelia Patroszky no había leído mi e-mail tendría que bajar a recepción y hacerle frente a ese canalla. Traté de no pensar en ello y confiar el desenlace a mi buena suerte habitual: Cyrcelia vendría. Allí estaban la ventana y su telón, y no había nada entonces que moviera con más furia mi inmoral curiosidad. Descorrí las colgaduras y asomé a mi nuevo mundo con estudiado reconcomio: Entonces contemplé las mismas estructuras macabras de la noche, pero ahora saturadas de color y tan brillantes que cabría compararlas con estrías sobre un lienzo iluminado. La imagen de los edificios sucios lucía tan grotesca como ayer, pero el césped entre ellos era verde, muy, muy verde, y varias viejas de semblante inofensivo paseaban perros gordos y holgazanes. Miré hacia arriba. El bullicio cotorril de una especie de cuervo-mirlos atronaba el cielo azul-mañana, y el efecto de exotismo me embriagó una vez más, allí, en mi celda del piso bajo. Hombres con sierra mecánica o un artilugio parecido rondaban el césped de aquí a allá. Uno de ellos pasó justo a mi lado, pegado a la ventana, me observó un instante y luego continuó su marcha. Las únicas dos caras de los únicos dos polacos de más de 25 años con que había topado desde mi llegada resultaban intratables, y ahora, reculando a la segura habitación en que yacían mis cosas apiladas, pensé que tal vez llevar mi mundo a cuestas me valdría la auto-reclusión a que se lanzan aquellos que descubren ser hostiles a su nuevo entorno. Hostiles hacia algo que no los daña realmente, pero que huele a tan distinto, a tan difícil, que termina por cagarlos y sumirlos en la cómoda parquedad de los recuerdos. Es algo parecido a justificar la pereza endémica de nuestras sociedades cuando han de enfrentarse a los patrones de culturas que no entienden –la causa del racismo o la homofobia no es la guerra de valores, sino el ciclo de bostezos que se incluye en nuestro horario–, con la insigne diferencia de que, en este caso, el hombre maniqueo queda solo, bostezando frente a ese mundo dinámico, y no apoyado por la superestructura de un dinámico bostezo colectivo… Bostecé después de eso, y negué con la cabeza: Esta es mi primera mañana polaca: vamos a vivirla como tal. Reactivé mi compostura y puse en marcha la alborada: Agua fresca anti-sudor. Pensar en los extremos de mis piernas sobre la placa pegajosa de la ducha resultaba casi obsceno, pero nada me paró hasta encontrarme bien dispuesto, atusado como nunca y prevenido contra todo lo que el día me trajera. Estuve organizando mil papeles y después miré la hora: Eran ya casi las nueve y la doctora Cyrcelia Patroszky no llamaba. Estaría recluido en ese cuarto hasta que se decidiera a hacerlo, así que me dediqué a filmar alguna toma de la rancia habitación y a hacer un par de fotos al paisaje que se abría en la ventana.








El tiempo recorrió cada esquinita de mi cuerpo y se detuvo en el estómago vacío. La noche anterior no había comido más que una hamburguesa de aire y una mezcla de aditivos incrustados en patata, y conforme pasó el tiempo el hambre se hizo más y más molesta. A las 11:00, hambriento de verdad y cabreado por lo mismo, tuve claro que mi coordinadora no había leído el correo y que no vendría a solucionar nada. Pensé que llegaba la hora de la verdad: salir del cuarto y enfrentarme al perro vigilante en su propio territorio, el rincón humeante. Llamé a Agatha para informarle de mis movimientos, recogí las maletas, me relajé un rato en la cama, y tras meter algo de dinero en la cartera salí al pasillo. Estaba tan vacío como anoche y no escuchaba un solo “ploc” que hiriera el aire. Anduve lentamente, recordando a las madres de varios arquitectos y demás, y como la recepción quedaba a diez pasos a la vuelta de una esquina bien siniestra, los usé para ensayar el movimiento de cabeza de los dignos. Tenía un hambre de lobo y eso me brindó la suficiente embriaguez para atreverme a dar guerra a un hombre imbécil, y avancé incluso iracundo hacia el conflicto. La esquina se torció antes de que yo pudiera hacerlo y el mundo rugió de sorpresa: Mi perro amigo había desaparecido. En su lugar hallé una vieja sonriente, de pómulos hinchadamente simpáticos, que habló cosas polacas entre risas mientras yo me acercaba a la ventanilla. No sabía nada de inglés, por lo que no llegamos a entender una palabra uno del otro, pero hizo un gesto invocando a la paciencia y llamó a una compañera algo más delgada, de unos cincuenta y muchos, aunque guapa y elegante. Ella entendió como pudo la sarta de incomprensibilidades que expliqué –en un medio inglés-español colmado de gestos y onomatopeyas que, me temo, será mi idioma por estos pagos– y trató de apaciguar mi ánimo entregándome el DNI, el Pasaporte y la Tarjeta Sanitaria. La efectividad de mi palabra me sobrecogió. Referí ciertas protestas por la actitud del perro estúpido, y cuando me disponía a narrar la historia completa de la noche ella me interrumpió en el acto y habló con la mesura de una cortina –nunca el inglés sonó tan bonito–: Cyrcelia Patroszky había llamado por teléfono a Recepción y aclarado las cosas esta mañana. Michael Green quedaba oficialmente admitido y tenía derecho a una habitación individual en Student Hostel Num. 5. Sonreí, sencillamente: Amo de verdad a las mujeres, porque saben lo que toca a cada instante. La reunión seguía en pie y era menester apresurarse. Cyrcelia me esperaba en su despacho de la Wydział Filologiczny para hablar de lo que a ambos concernía. Y la puerta de mi celda estaba abierta:



La calle me deslumbra y me conmueve en el instante de salir. Casi puedo oler el cielo. Los árboles son verdes, sí. La dulce libertad llega tan pronto como mandan los colores. Pero no dejo fluir las emociones, disparatadas ahora por la sensación de libre albedrío tras una noche de saberme prisionero. Quiero ser extradiegético, analítico, y lo soy mientras camino por el césped en dirección a la avenida




Los árboles, en efecto, son verdes, y los hay de muy variadas formas y tamaños. Hayas sobre todo, pero también abetos, alerces y abedules, todos ellos repartidos a los lados del camino con el orden y el concierto propios de un bosque salvaje. Esta argamasa sería preciosa por sí sola, pero todos los escombros del humano discurren sobre ella con su gris plastificado de miserias. La mala yerba crece en cada esquina, y aunque aquí no deja de ser verde, las esquinas no son árboles o lechos, sino sucios edificios de perfil destartalado que se alzan hacia el cielo desoyendo los principios de la estética más elemental. Esta vez no es cuestión de preferencias o bostezos –donde no hay más que arboledas y apagados edificios de viviendas, no erijamos un moderno rascacielos plateado–. Las cosas están sucias, maltratadas. Sosnowiec sufre indicios de una triste y dolorosa senectud no deseada.




Salir a la avenida me estimula un poco más. La vida, que asumía el sueño tétrico de noche, fluye ahora, natural, sobre la calle con aceras levantadas. Atrás queda, entre los árboles y algunos edificios bajos, la imponente chimenea de la fábrica gigante. El humo que vomita cae a chorros sobre el mundo en movimiento, y nada como eso para dar diente con diente y no salir de mi escondrijo en todo el año. Mi dirección es la contraria, menos mal, destino: Facultad de Filología; no pienses, y el feo rascacielos plateado será mi referencia de por vida, el lugar a que volver si me extravío.






Paseo por la calle a buen ritmo, trato de quitar hierro al asunto. Todo lo desconocido puede resultar desagradable al primer vistazo, pero existe una belleza universal que no difiere lo más mínimo en ningún sitio. Las viejas con perros, los niños jugando, las mujeres verdaderamente guapas. Lo dicho. Entonces sorprendo de cerca a uno de esos cuervo-mirlos extraños. Son completamente negros, sin anillos en los ojos, y más grandes que mi amado turdus merula. Al verme se da la vuelta y huye hacia la vegetación que se abre en cuesta abajo al lado de la acera, y entonces me doy cuenta de que los hay a montones allí, campando a sus anchas sobre la hierba y en las copas de los árboles. Son extraños, atrevidos, sociales, y aunque por su fuerte gorjeo parecen grajos ingleses en miniatura, revuelven la tierra como los mirlos, en busca, según veo, de largos gusanos oscuros. Entre ellos hay palomas similares a las nuestras, pero son las menos. Esta tierra es para el “cuervo-mirlo ruidoso”, que las supera en número e inteligencia. Necesito descubrir qué especie es. Hago un par de fotos…







… y retomo con prisas la marcha. En un momento dado del camino se me ofrece una respuesta consecuente y lógica a mi apatía mañanera. Se alza frente a mí una coqueta Piekarnia, y sin saber qué cojones se vende ahí, mi cuerpo se desata: ¡Hambre! ¡Claro! ¡Eso es! …lo que me pasa. Al entrar vienen olores susceptibles de comerse. ¡Es una panadería! ¡Piekarnia, por supuesto! Pequeña y coqueta entre tanta deformidad callejera, la tienda en cuestión se compromete a desquiciarme con sus cientos de galletas y sus zumos olorosos. Me atiende una chica que plasma con creces el tópico de la mujer polaca. Es seria y sabe algo de inglés, así que sin muchos problemas consigo un gran zumo y unas cuantas galletas de esas que se compran por unidades. Dejo medio euro en todo ello, y al salir me compadezco de mí mismo y me desato con lujuria. Las galletas son de algo similar a la vainilla, caseras, olorosas, y siento su sabor incluso sobre la superficie del estómago. Abro el zumo, sediento, y al arrimar la abertura del bote a los labios, un intenso olor a jabón de descoloca. No he probado en toda mi vida un zumo más adulterado, pero es tanta mi sed que bebo, bebo, y bebo cual gigante desgarbado de las ubres de Audhumala, que es vacía oscuridad, pero semilla de la vida al fin y al cabo. Líquido, líquido, líquido. Entonces surgen cientos de flores a mi alrededor, como en los cuentos ovidianos: primero en una tienda, luego en otra, y están tan juntas que sugirieren un negocio familiar. Ese olor, con el del zumo de Audhumala, termina por perderme de impresión y en un momento me distraigo. Resuena en mi cabeza la dulce voz de Agatha: recto y a la derecha; pero yo tomo la dirección opuesta guiado por el aspecto de un edificio institucional. Me adentro entre los árboles de un césped poco perfilado y llego a una calzada que conecta con la puerta del inmueble. Una mujer sube a un coche en el mismo instante. Le pregunto por la doctora Cyrcelia Patroszky, pero no sabe de qué hablo, así que arranca el vehículo y se pierde tras la esquina, deponiendo la atención en mi perjuicio. Me he perdido. Una vuelta en torno al edificio corrobora mi confusión, así que retrocedo hasta la avenida para orientarme. Maldigo entonces al maldito perro vigilante: si no hubiera roído la poca energía que aún quedaba en mi resuello, tendría el camino dibujado en la cabeza.

Decido preguntar, primero en una pizzería donde todos me examinan con recelo –no serán de mucho estudio- y de la que salgo sin ninguna información orientativa. Luego, por la calle, inquiero a gente joven, rubia, bien reglada, y ésta me ayuda al modo de los bailables titubeos de un novicio cantarín. En inglés. Hay mujeres sonrientes, tan afables como primas o vecinas deseadas; y hombres rudos, de hosca piel y ojos feroces, que al mirar rezuman odio y oscurecen la ciudad. Luego están las viejas, todas ellas satisfechas de su vida y muy curiosas, y señores con bigote y vestiduras de boato, que pasean con un perro o un periódico en la mano. No hay sujeto asustadizo que recorra la avenida ni se esconda entre los árboles o las casas bajas. Casi nadie siente miedo, y es perfecto, porque así tampoco yo.

Tras muy pocas piruetas doy con el edificio en cuestión: Una mole de metales y cristales vanguardistas, dispuestos de una forma vanguardista, en un entorno que no se presta nada a vanguardismos. Mi bonita facultad. 




Apenas sí me fijo en algo, pues la prisa me corroe el cerebelo y me hace entrar como una bala, directo a Recepción. Como la conserje no sabe una palabra de inglés, escribo en un papel el nombre requerido: Cyrcelia Patroszky, y en seguida aparece una bedel muy campechana, que me observa detenidamente y dice: Came.

La universidad es como un niño: ingenua y creativa, con cientos de estructuras juguetonas dando forma a las esquinas, y colores disonantes por doquier. El metal fluye brillante por techos y barandillas, y seguir a la bedel se me antoja similar a recorrer un laberinto en compañía. Is large! dice ella, campechana, y seguimos avanzando por pasillos y más pasillos, todos ellos con su puerta independiente. Al fin, casi agotado, el departamento de Filología Hispánica se cierne sobre mí. Está siendo una mañana completita... 

Cyrcelia, ¿dónde estás?




EVERYTHING IS POSSIBLE

El vehículo se interna mansamente en la penumbra de una calle sin farolas. Miro alrededor con ansia tácita, tratando de atisbar cada detalle no inconcluso por la oscuridad. Espero, espero, aguardo a que algo ocurra. Agga calla de momento, y ahora es Agatha, más seria, por contexto y estructura de la escena. Los faros iluminan los primeros edificios. Ya los veo. Cuadriláteros grisáceos que manan a los lados del asfalto, y un mensaje en sus ventanales apagados: Abandono. No sé cómo ni a qué ritmo las tinieblas se disipan un tanto y aparecen los fanales de alumbrado, amarillos como tétricas nostalgias. En qué momento abandonamos la penumbra es un misterio, pues persiste. Sobre barras de metal verdoso y oxidado se alzan lúgubres los astros hilvanados del denuedo, y entra frío de repente en nuestro coche. Lo que un día fuera luz en la entelequia: es feroz desolación en el paisaje, es la prórroga inaudita de una muerte asegurada, que se embosca en cada esquina, estudiando al caminante entre los cercos de abedul, la sequedad desvencijada, y una muerte corrosiva. La impresión de la ciudad que habitaré me da un mal rollo de cojones, vamos. 


Es de noche –y ya cerrada– en Sosnowiec, pero yo, con todo acato, esperaba ver personas. El vistazo a las primeras avenidas industriales me ha inquietado como a un niño, por supuesto, pero uno confiaba en que tras ello habría vida, actividad, una avenida iluminada al menos. Y nada cambia sin embargo en adelante. La impresión de soledad se desarrolla sin estorbos y el coche fluye lento entre los bloques de edificios, de seis plantas como mucho, montículos enormes de moción cuadrangular, ajados por el tiempo y, sobre ellos, las ventanas más siniestras de la Historia. Hay árboles que llegan muy arriba en las aceras arenosas, casi un bosque a cada lado. Y las hayas se me antojan tan aciagas como el resto, pues no hay vida en Sosnowiec más que el ramaje. Ni un chuchillo vagabundo, ni una luna a la que aullar despavorido. Sólo moles mal dispuestas, y esta vía que seguimos en silencio. Un silencio que acojona cuando a menos de una milla, entre la niebla, surge el tubo gris y rojo de una fábrica cercana. Pero callo. Sí, yo callo. No profiero ni un gemido. Ni refiero la impresión tan absoluta que resuena en mi cabeza:

Dónde coño me he metido.

Agatha me saca del soponcio siendo Agga. Se vuelve en un instante y me sonríe. Un largo instante en realidad. Muy largo. Y yo la miro frío en un principio, pero entonces me percato del suceso milagroso: Ella está conmigo. Poco a poco. No hay nada en absoluto que temer. ¡Demonios –lee en mis ojos– qué pasada Sosnowiec! Y entonces yo sonrío. Y descubro lo que tengo y el lugar donde lo tengo, aquí mismo, y es la vida, y lo asumo, aunque todo esté vacío en estas calles ignoradas de la muerte.

Tras una curva que podría ser cualquiera del camino, surgen como enormes hexaedros los bloques de Susha a 7, distintas dependencias de hormigón dispuestas sobre un amplio pasillo de césped por que discurren la calzada, los caminos, y varios árboles dispersos. Al fondo del pasaje se abre el negro ciclorama de la noche, y pintado sobre él, el rascacielos gris y azul que vi en las fotos tantas veces. Cada palmo de este aire es discordante con el palmo que le sigue, nada encaja, como en una sucesión de asimetrías que tejieran la fealdad. Lo que yo siempre he entendido por fealdad, que no lo feo. Es, sin más exordios, un lugar desvencijado, quizá algo descuidado por aquellos que lo habitan. ¿Y quién lo habita en realidad? No hay un alma en ningún sitio, sólo yo, y ésta es  mi casa, al fin y al cabo, en Sosnowiec. Centrémonos.

El coche se detiene frente a una de las moles. Se lee: Student Hostel Nº 5. Aquí es. Conforta el perfil animoso de Agga, que abre la portezuela con ímpetu y me invita a bajar. El frío se hace claro aunque más que soportable. Es un frío inexplorado, la caricia sobria y grácil de una nueva latitud para mi cuerpo. Baja el novio, con templanza, y me sonríe. It´s ok. Do you smoke? Formamos un triángulo perfecto entre las moles de seis lados que nos cercan, yo sentado sobre una maleta y ellos vueltos hacia mí con atención indagatoria. El chico es como un tótem, corpulento, serio y parco en su ademán, pero hay en su mirada una nobleza muy difícil de explicar, como de sabio o hechicero de la selva. Sólo habla si es estrictamente necesario, y al hacerlo su palabra es aun más discreta que el jaguar previo al ataque: Aguarda a que las frases de los otros se diluyan en su fin demostrativo y creen la atmósfera adecuada a su contexto, y entonces, cuando ya nadie parece tener nada que objetar, cuando la cosa está dispuesta y sentenciada y uno cree que entiende Todo, él arroja su premisa concluyente y enmudece con el garbo de un felino, cerrando el mundo entero a la evidencia. Fuma hieráticamente y apaga el cigarro sin prisa. Y luego nos mira y señala la puerta. Agga toma posesión de su lugar, entonces, y va primera. Nosotros la seguimos arrastrando las maletas en una escena en verdad pintoresca, porque ambos semejamos mayordomos yendo en pos de una duquesa. Puesto que Agga, y eso sí, tiene formas de duquesa. No he tenido casi tiempo de estudiarla y no es momento, pero sé que su sencilla evocación me tranquiliza, y que su voz en español suena a atenuante de recelos: Agga para mí como una hembra lenitiva, como madre protectora de la tribu y sabia guía que nos lleva al interior del edificio con flagrante decisión. Vamos dentro.

Tras la puerta acristalada exterior hay otra puerta también acristalada, y entre ellas, a la derecha, el ventanuco de la oscura recepción: Es una habitación pequeña, sólo iluminada por el gris de tres arcaicos monitores que sugieren otro fin del presupuesto. Es la terminal de las cámaras de seguridad, y sentado frente a ellas con estúpida fruición de militar, ojos impúdicos y expresión desconfiada, el guarda se relame sin mirarnos. Agatha se inclina sobre el hueco y da insistentes golpecitos, a lo que el viejo responde una mueca de lo menos amistoso. Apenas se aproxima a la ventana, sin alzarse de la silla y volviéndose menos de un palmo, sorbe una calada de su histriónico cigarro y luego habla con el humo entre los labios. Esta imagen no difiere de lo ya visto en el pueblo, y aunque huele a ornatos propios del adobo novelesco, yo aseguro que es reflejo vivo de la más considerada realidad. El retrato fiel de una situación que incluso a mí, tan dado a novelar los hechos más consuetudinarios, puede hacerme dudar de su autenticidad. Agga hila de repente un atadero de fonemas increíbles a mi oído. El viejo le responde de igual modo, y yo no entiendo una palabra, aunque sé que habrá problemas por su aire venenoso y ese rictus de sarcasmo que sostiene. Agga se vuelve hacia mí y señala mi maleta:

– ¿Tienes alguna documentación acreditativa?

– En absoluto.

– Dice que necesitas el Certificado de Admisión de la Residencia.

– He imprimido todo cuanto me pidieron y nunca me enviaron nada desde la Residencia. Quizá se refiera a la Carta de Aceptación de la Universidad.

Saco mi carpeta y manoseo los papeles con objeto de encontrar el indicado. Carta de Aceptación, aquí está, más claro agua, y se lo entrego al hombretón que todavía no ha mirado hacia nosotros. Lo observa con la ceja levantada y luego niega con la geta.

–Este no es…– prorrumpe Agatha con ojos desencantados.

–Pues no tengo nada más– respondo, y en seguida siento ganas de reír hasta morirme. Me contengo, miro a Agga, y tras un pequeño instante de indagarnos en el fondo de los ojos, ella vuelve a dirigirse al perro viejo con firmeza, sin contar con nada más en este mundo que su voz, potente y férrea cuando torna a su polaco natural. Desde entonces ya no hay nada que la pare, de manera que indignada, clara, seria, sin mostrar ningún temor ante los gestos de acritud del vigilante, ametralla sin piedad la ventanilla, y en la estela dilatada del discurso hay un sinfín de reprimendas que no entiendo pero noto. Es una carrera sin final la cruel cadencia del polaco. Una lucha entre quien habla y quien escucha. Una forma de exponer el pensamiento de una vez, sin titubeos, mientras todo el resto calla. Y Agatha es ahora una Mujer, con dos ovarios, con el ceño y compostura de una hermana defensora.

En esta tesitura, sin embargo, me da tiempo a recordarme que yo existo. Y ando aquí, con mis maletas, cabrioleando sobre el hilo de la suerte y con clarísimas expectativas de dormir a cielo abierto. Ni siquiera me concentro en la evidencia de que Agga está conmigo y que en la vida dejaría que anduviera a la intemperie. Porque la disposición de las cosas es tan emocionante que me encanta así, tal cual, con su perro guardián en la puerta y ese aroma a filme típico de la Segunda Guerra Mundial. Incluso me percato de que las cámaras de seguridad son móviles, y de que en un momento surge luz de una de ellas y se mueve sobre el césped como ocurre en esas pelis. Cuando el perro vigilante se revuelve en el asiento y verbaliza su cadena de fonemas guturales, no presiento nada bueno y por primera vez en esta noche pienso en Cynthia.* Ella lleva una semana deambulando por Polonia y me advirtió que la llamara a mi llegada. Hurgo un poco en mi bolsillo y, por primera vez, el perro prepotente me contempla. Agatha también se vuelve:

– Está bien. Dice que tendrás una habitación por esta noche, pero que bajo ninguna circunstancia debes seguir aquí mañana. Va a quedarse con todos tus documentos, DNI, Pasaporte y carnet sanitario…

Me encanta. Me encanta de verdad este acojone. Me flipa este retrato fidedigno del peligro con su sello aventurero en lo más alto, y el desgarbado portero dándoselas de duro, y Agga como diva luchadora, y ese novio, rubio y parco, nebuloso, protegiéndola, protegiéndonos a todos en el fondo.
El perro serio nos entrega entonces una llave y pulsa el botón que desactiva el cerrojo de la segunda puerta. Todos penetramos en el edificio con la decisión de un ejército, y mientras avanzamos por el pasillo hacia la que será mi habitación por esta noche,  Agatha me explica qué demonios hay que hacer en estos casos de  polacos: Tenemos que ponernos en contacto e-mail con Cyrcelia Patroszky, mi coordinadora en Universytet Slaski Katowice, para que solucione las cosas mañana a primera hora de la mañana y no me vea obligado a abandonar la Residencia con mi hueste de maletas. Lo mejor sería que ella misma se pasara por la recepción y diera parte de mi situación especial.

– Tengo una reunión con ella a las 9:00 de la mañana –respondo–, una reunión concertada por ella misma.

– Pues sería conveniente que quedarais aquí y no en la facultad. De ello depende tu “permiso de Residencia” y que te devuelvan tus documentos.

– Y… ¿sería solución escribirle un e-mail a esta hora? No lo verá hasta que llegue a su despacho.

– No podemos hacer otra cosa. Confiemos en que lo vea mucho antes.

Entramos en la habitación y ni siquiera miro nada, pensando en enviar ese mensaje cuanto antes. El rubio novio parco me presta su teléfono móvil, único dispositivo con acceso a Internet, y sentado en una cama tan lejana de la mía, a trancas y barrancas compongo una petición de socorro a Cyrcelia Patroszky... ¡Todo sigue siendo tan exótico, con Agga y su noviete ahí sentaditos, en sillones con un siglo por lo menos de vejez, y mirándome y hablándome de eternas complacencias! ¡Yo estoy tan cansado para disfrutarlo…, carajo!

Envío el resultado de mi súplica y entre ojeras me dispongo a hallar la causa de los males que me asolan. Me fijo un poco más en lo que tengo alrededor: es algo parecido a un dormitorio para chófer de autobús. No está mal para una noche, pienso, pero la capa de polvillo sobre el blanco y descosido edredón nórdico me frunce un poco el ceño y entonces salto:

– No entiendo qué demonios ha ocurrido. Estuve dos semanas enviando diez correos diarios para cerciorarme de que no habría problema alguno con la habitación. Los de Relaciones Internacionales me aseguraron que todo estaba en orden e incluso bromearon a causa de mi insistencia.

– ¿Sabes el nombre de la persona de Relaciones Internacionales a la que escribías?

– Sí…, Filomenak Matóz. Tú y yo hablamos sobre ella vía Facebook. Es la chica que pensaba recogerme en un principio en el aeropuerto y que sólo hablaba algo de inglés. Aquella a la dije que prefería que fueras tú la que me recogie… ¡Demonios! No creo que…

Agga sonríe y se muerde el labio inferior. Yo lo veo todo claro de repente.

– Dios mío…, tengo su número de teléfono apuntado en el ordenador… Este… ¿celos? ¡No puede ser!

– ¡Llamémosla!

Son las dos y media de la madrugada, pero aun así la estúpida de Filomenak coge el teléfono y Agga vuelve entonces a largar por esa boca de metralla. Yo, en un aparte, me froto el ojo de cansancio y apoyo la cabeza entre las manos con marcado desconcierto. Allí, en el aparte, me encuentro con el rubio novio parco, que no ha articulado una palabra en todo el rato pero que ahora esboza una sonrisa leve y sana desde el viejo butacón de enfrente. Lo miro, le sonrío y me encojo de hombros, sin entender prácticamente nada de la vida y sus miserias. Él, en un amago de sincera empatía, se inclina un poco hacia delante, me observa con histriónica aspereza, y, muy bajo, con los ojos entornados sólo dice:

– This is Poland. Everything is possible.  

Agatha ha colgado el teléfono y profiere mil injurias en polaco. ¡Es toda una Mujer!

– Lo siento, se ha negado a escucharme. Me temo que ella era quien debía arreglar los asuntos de la Residencia, pero cuando tú le dijiste que preferías que yo te recogiera, se enfadó y decidió desentenderse.

– ¡Ay, Dios! Pero entonces…  

– Se supone que Relaciones Internacionales le había asignado el trabajo de recibirte. No sólo recogerte en el aeropuerto, sino preparar el papeleo de la Residencia y ayudarte con el resto.

– ¡Ni siquiera se dignaba a recibirme en el aeropuerto! ¡Quería recogerme en Katowice! Para ello, yo hubiera tenido que coger un autobús a la llegada, tan de noche, y viajar solo sin entender una palabra de nadie y sin saber dónde bajarme. ¿Cómo no iba a preferirte a ti y tu novio si además hablas español perfectamente? A Filomenak le escribí un correo aclarándoselo todo y ella me dijo que no había problema, que tú te encargabas.

– ¡Claro, pero ella debía llamarme y aclararlo! ¡Soy una alumna cualquiera, no trabajo en Relaciones Internacionales, ni sé de trámites ni papeles! Cyrcekia Patrozsky me dio tu correo y yo te escribí porque quería ayudarte, pero nadie me explicó que había que encargarse de otros trámites. Filomenak se desentendió de ellos… ¡por orgullo!

– Pues vaya una gracia...– suspiro cansado- Tú tranquila, en realidad la culpa es mía. Debí suponer ciertas cosas…

– Ahora debes dormir. Esperemos que Cyrcelia lea el e-mail y se pase por aquí antes de las ocho. Si no lo hace…–tuerce el gesto-, si no lo hace deberías conocer el camino a la facultad, para ir a buscarla.

 Mira a su novio y le pregunta en polaco. Él asiente, parco aunque de buena gana, y se pone en pie.

– Vamos a explicarle todo esto al vigilante– me dice Agga–, para que nos permita salir a enseñarte el camino a la facultad y traerte en cinco minutos.

Recorremos de nuevo el pequeño pasillo y el perro de recepción asiente a las graves peticiones de la rubia. Mi capacidad de observación se ha reducido a la mitad y al subir en el coche ya ni siquiera analizo lo que me rodea. El camino a la facultad es completamente recto, sin embargo, y no hay problema en retenerlo en la memoria. A la vuelta, casi ausente, pido mil disculpas a los dos por el cajón de inconveniencias que he traído, y ellos tratan de quitar el hierro y la metralla a la situación.

– Tú no tienes la culpa, Michael. Todo estará resuelto mañana.

Hasta entonces me queda esperar. Me despiden en la puerta tras haber pedido las llaves al condenado guardián.

– Si tienes algún problema, llámame– y en el fondo de sus ojos brilla un sincero interés en salvarme la vida.
  
– ¡De acuerdo!– y no puedo evitar darle un leve y necesario abrazo, aunque, como creo, atente contra el protocolo.
Buenas noches. Me doy la vuelta y me dirijo decidido a mi piojosa habitación. Al atravesar la puerta presto bastante más atención a las cosas y me hundo en el ambiente amarillento. Me gusta y me disgusta. El rojo intempestivo de las grandes cortinas me recuerda a los telones de un teatro, y las corro hacia un lado para mirar por la ventana. Eso es. Al fin solo en Polonia. Esta es la mejor obra que no he escrito, me digo. Menuda improvisación… Lo que observo al otro lado me estremece, eso sí. Es el escenario más funesto de la Historia. Lúgubre, triste y apagado. Merece una fotaza. Voy al baño luego y trato de mear sin circunspecciones. Es un rinconzuelo sucio y macilento, como todo lo que he visto hasta el momento. Todo viejo, descuidado, y no sé por qué razón: que no me gusta, que me encanta. El cuarto es relativamente cómodo, aunque espero que no sea mi lugar de residencia todo el curso. Sólo tiene una mesita, dos butacas y el camastro, todo dispuesto a lo largo, hacia el telón. No hay escritorio, y no veo la persiana. Abro la ventana en un amago de buscar lo inexistente, y delante de mí se abre una calle espaciosa, oscura y deshabitada, con varios ladridos aquí y allá, como de perro alemán furioso. Será que el vigilante está enfadado, imagino: casi puedo verlo relamiéndose en su silla, mirando al monitor con su siniestro cigarrillo y un revólver bajo el brazo. Menudo personaje.

Me desvisto, me acomodo, y extiendo una toalla sobre la cama polvorienta y dos camisetas sobre la almohada. Es un asco, pero ahora debería pensar en otras cosas. Son casi las cuatro de la mañana del día 28 de septiembre. Hoy cumplo mes con Sheila, y tengo en la maleta una cartita que me dio ayer por la noche. La abro y es un largo y vivo beso entre este frío soliloquio de aventuras. También dos fotos necesarias, mucho más que eternas, que pondré en mi habitación si es que la tengo alguna vez. Llevar esto conmigo significa tanto como amar y ser amado, y vivir con algo así me quita el miedo a cualquier cosa. Evoco a Sheila anoche, la tersura de sus muslos, la cintura, su mano como un lazo indisoluble… Y en ese intervalo de tiempo entre añorar el contacto de su piel y meterme en una cama tan desierta, me prometo a mí mismo no volver a aventurarme sin compaña. Nada me asusta, porque esta noche sé de la belleza en la fealdad, pero estas cosas –el peligro, la ansiedad, la incertidumbre– merecen la pena el cuádruple si se viven junto a otros.

Descansa, Sheila. Sorpréndeme esta noche y aparece entre las sábanas. En cualquier caso, no recordaré donde me encuentro al despertar.










La poesía comprenderá que en la creación no todo
es humanamente bello, que en ella lo feo existe al
lado de lo bello, lo deforme cerca de lo gracioso, lo
grotesco en el reverso de lo sublime, el mal con el
bien, la sombra con la luz […]. Hará lo mismo que
la Naturaleza, mezclará en sus creaciones, pero sin
confundirlos, lo grotesco con lo sublime, la sombra
con la luz, en otros términos, el cuerpo y el alma,
la bestia y el espíritu.*

 

*Meses antes de saber si viajaría o no a Polonia, me ocupé de investigar en varios foros qué tipo de especímenes ibéricos hallaría en la aventura. De entre muchos, Cynthia, de Gran Canaria, resultó ser la única estudiante de Filología Hispánica que además se hospedaba en Susha a 7, así que dispusimos encontrarnos a la llegada.            

*Víctor Hugo.