28 de Septiembre de 2011 (III)

Magda ha supuesto un alivio a la presión que el extrañamiento sedimenta entre los tímpanos: No hay miedo al exotismo del ambiente si ella es como es y vive aquí. He visto el arrabal desde sus ojos, las calles, los escombros, la gente. Me ha dado un rinconcito en que comer sin aspavientos, una vieja biblioteca, un supermercado con lo más imprescindible, puestos, farmacias, tenderetes de fruta, paradas de autobús e incluso una pizzería.














Las demandas más coquetas del señor burgués están aquí, situadas a la vuelta de la esquina, aunque antes deba uno transitar por la ciudad desvencijada. Sorprende ese contraste fuera/dentro, y fascina cuando en medio de las calles derruidas aparece un restaurante acogedor, un abeto esplendoroso, o la cálida sonrisa de una joven. Todo ello invita a responder del mismo modo, con sonrisa, y en virtud de estos favores, asumido el protocolo, sonreír es lo que he hecho: A las dueñas del local, a Magda, por supuesto, y también a cierta alumna que paró a hablar con nosotros en tanto nos despedíamos frente a la puerta de la facultad –otra que tal baila: una auténtica belleza, caballeros–, y de la que, naturalmente, no entendí una palabra. Empero, me reitero: Nunca vi tanta afabilidad reunida, tanta predisposición a dar lo mucho o poco que uno necesita, tanto interés, en fin, por coadyuvar: Si tienes alguna duda, algún problema, ya sabes dónde estoy, dice Magda, y me entrega su tarjeta. Otra salvaguarda, pienso; y ésta es de papel, susceptible de meterse en un bolsillo para luego echarse a andar entre abedules. El cielo, los arbustos, el camino, tienen más color que hace tres horas, y no sé si es por el Sol, o las mujeres.













De vuelta a la Residencia pienso en comer, comer, comer; en un almuerzo gigantesco y nutritivo, en mi abuela, en sus potajes, en el cobijo del piano y en sus cuadros sugerentes…, pero es tanta la ansiedad por mudarme de dormitorio que decido contentarme con un bocadillo callejero. Una cosa rapidita. Entro en una tienda pequeña, poco acogedora, y bajo el mostrador, la fila de fiambres no tiene buen aspecto. ¡Bread! ¡I need bread! Eso, pan, y algo para echarle. Ham? Mouuuurtadela? Chouuuuuped? ¡I want a sandwich! Esta tendera también es preciosa, por supuesto, pero está desconcertada. No se hacen bocadillos en Polonia. Así que en un arranque de energía tomo un paquete de algo parecido al jamón cocido, compro plátanos, un cuchillo, y me dirijo a la Residencia al fin, recto, directo al rascacielos.




Llego. Entro. Respiro. La simpática mujer de recepción ha desaparecido. Ahora hay otras dos, una rubia de cincuenta y otra vieja. ¿De cuánto tiempo son los turnos? ¿Cuántos recepcionistas trabajan aquí, demonios? No importa ahora. Trato de hacerme entender sin éxito, pues nadie sabe una palabra de inglés. Cinco minutos de alharaca infructuosa, con gestos grandes como polonias enteras, y cuando estoy a punto de rendirme, al borde del abismo, harto, llega otra mujer a mis desgracias, una chica residente esta vez, vecina, y muy propia, que tras instarme a que le cuente en inglés, deja claro el problema en polaco y alguien me entrega dos llaves 77 en el acto.

Genial.

A las dos y media de la tarde me despido de mi odiado cuchitril y avanzo por el tétrico pasillo hacia la escalera. No hay ascensor, así que subo tres pisos con las maletas a la espalda. De camino veo dos salas con ventanales al pasillo: una con televisión y varios sillones, en la segunda planta, y otra con un par de mesas, ya en la tercera. Ambas están cerradas. No hay nadie. Tuerzo a la derecha. Habitación número… Sedem Sedem, 77, de acuerdo. Veamos. Esta llave grande…  



Dos vueltas y entro en un descansillo cuadrado, con una nevera, una percha y tres puertas, dos de ellas con sendas cristaleras rugosas. Tiro de la única que no tiene cerradura, a la derecha, y descubro mi cuarto de baño.








Es bastante pequeño, sencillo: una placa de ducha con mampara, al lado una estufa de gas, sobre el retrete; a la derecha el lavabo, y sobre él un espejo. No tiene bidé, pero al menos el mobiliario está limpio. A la izquierda hay un pequeño cacharro de baldas con ruedas, y sobre él una palangana roja. Contemplo mis manos cansadas y tienen el mismo color. Malditas maletas. Vamos allá.

Descansillo de nuevo. Es intuitivo. Dos puertas, la única llave que no he usado. ¿Cuál es mi habitación? Probemos al frente, es la que más luz deja filtrar por el cristal, se vislumbra esplendorosa. Una vuelta...


Un amplio paraíso.




Se abre ante mis ojos una bella estancia azulada, pared beige pintada a rasgos irregulares, suelo de madera con reflejos de ventana gigantesca, al frente; una colcha esplendorosa a la derecha, bajo el sólido fulgor del cielo azul –esto es un sueño– y a sus pies, la mesa pequeñita que hará juego con la noche. 







Un armario al otro lado, alto y con tres estantes cerrados, dos abiertos, una puertecilla a la izquierda: Maletas, preparaos. Dos sillones que siguen a la cómoda, y entre ellos otra mesa pequeñita, no de estudio, pero creo que dispuesta para el fin en cuestión. Qué demonios importa, tengo una habitación preciosa, limpia, individual. Me dejo caer en la cama, sonriente: Sí…, es confortable…  Ni siquiera me había dado cuenta de las cortinas rojas, descorridas, del mismo color telón que las del primer cuchitril. Estaré prácticamente encima de él, pero en este tercer piso la luz es tanta que no desmerecen. Nada desmerece. Dios…, puestos a buscar pegas, ¿qué hay de la otra puerta del descansillo? Me levanto, me dirijo hacia ella. A través del cristal tupido se distingue, borrosa, una cama. Compartiré nevera y cuarto de baño cuando empiece el curso, pero aquí no hay nadie ahora. O sí y está fuera. No puedo saberlo.

Volver la vista a mi cuarto me produce una sonrisa. Echo más de tres horas en limpiarlo y colocarlo todo: Ropa, enseres, libros, CDs, el nuevo portátil, altavoces, medicinas, ukelele, el póster regalo de mis tíos –la Caleta–, las fotos de Sheila –joder–, el reloj-despertador…










Luego, hambriento, me dispongo a abrir el jamón cocido. Pero, claro, no es jamón cocido, ni siquiera un embutido. Es una masa maloliente parecida al paté de cerdo, pero sólida y con grumos, aceitosa, una especie de comida para perros. ¿Lo será? Corto el pan, la unto, y haciendo un gran esfuerzo para no vomitar, doy buena cuenta de ella. Luego plátanos, plátanos, plátanos. Son mi salvaguarda: están buenos, colombiano. Esta noche cenaré como un rey. Tengo que comprar en condiciones. ¡Descansa!










La tarde se va como un galgo entre las fotos a la estancia y la ventana. La cama me exige visita en varias ocasiones, me tumbo, cierro los ojos, pero en seguida despabilo y me pongo a ordenar esto o aquello, a buscar esto o aquello, a añorar esto o aquello. La soledad. Contemplo fotos de Sheila en el ordenador y pienso en llamarla. Los tordos chillan más fuerte a la caída de la tarde, y a las cinco y media el Sol está tan bajo que entra nostalgia noviera. Internet… el cable no me vale. Para cuando decido bajar a preguntar, mis amigas de recepción se han ido. En su lugar, el perro.

Ahí anda, olfateando el peligro y creyéndose importante sobre sus monitores. Le pregunto –Internet es vocablo universal– y me señala un cartel escrito en polaco con los pasos a seguir. Me descompongo: ¿acaso sé polaco? Lo leo atentamente y voy asintiendo en silencio, sin entender una mierda, claro, pero muy digno. Así que vuelvo a mi habitación sin lograr mi objetivo, frunciendo el ceño. No hay nadie en esta maldita residencia que pueda ayudarme… El diccionario de polaco se abre de par en par. Estudiemos.

De repente suena ruido en el pasillo. Salgo instintivamente y me encuentro con un negro de cara amigable. Hi! I´m Alberto. Hi!, I´m Rizzo. Será mi vecino de justo en frente, habitación 74, nigeriano… ¡I love Africa, but I…! ¡Me entiende! ¡Él entiende mi inglés! Está aquí por algo de la UNESCO, no termino de saber qué, aunque estudia ingeniería bioquímica. Le refiero la patraña del día anterior, para advertirle sobre la actitud del perro de abajo, y le indico cómo abrir las puertas de su habitación. Thanks, thanks, my brother! If you have a problem, you say me!

Vuelvo a quedar solo y compongo la pieza para ukelele del día. Mi morada guitarrilla hará el apaño de musicarme hasta que adquiera una guitarra de verdad. Jode haberse quedado sin eléctrica, pero soy consciente de que una acústica me hará la musculatura al esfuerzo, así que a por ella iré. La pieza suena bien. La grabo…

… y suena el móvil… Cynthia!! La noche ha caído y quedamos en cenar juntos. ¡Al fin una española! En la hora que ella tarda en arreglarse, una mujer vieja y con cara de pocos amigos viene a visitarme a mi habitación. En un papel trae escrita la suma que he de pagar por la mala noche anterior y el mes de Octubre. De acuerdo. Now? Nie, Nie… Wachu wachu, y su gesto indica mañana. ¡Eh! ¡Me ha entendido! ¡Ha entendido Now! Sabe… ¿sabe inglés y no habla inglés? Demonios…  

Tras esa hora de arreglarse, Cynthia me recoge en la puerta de mi bloque. Al fin la veo en persona, y sabe a gloria saludar con dos besos después de tantas correcciones. No te imaginas la aventura de anoche, killa
Es una chispa morena de ojos negros, como la piedra volcánica de su isla, y en dos minutos nos conocemos de toda la vida. Caminamos calle arriba conversando sobre lo acontecido desde entonces. Ella ya conoce esto –lleva una semana por aquí– aunque admite que se pierde con facilidad. No te preocupes, yo también, ja, ja!

Llegamos al centro de Sosnowiec. La zona luce igual de destartalada que los aledaños en que ambos vivimos, pero hay gente al menos. Mi acompañante me lleva entonces al Sphinx, una pizzería. Tengo un hambre de lobo por la mierda de almuerzo para perros, y necesito meterme algo consistente entre pecho y espalda. Pizza, pizza, pizza, enorme pizza. ¿Hay pasta? El bar es agradable y la canaria me arrebata mucho más de lo que esperaba, mi niño. La sitúo por fin en su ambiente, no vomitando las noches bajo la esquina de un bar, como intuí, sino tocando el temple canario en cien verbenas isleñas. Así parece ser ella, y da gusto hablar sureño y ser comprendido al instante. Hablamos sobre todas las cosas, llega el silencio sobre el plato y entonces: como, como, engullo mis spaguettini boloñessi como si fueran los últimos de la Tierra.

A las diez el rubio y seco camarero nos insta a aligerar la marcha. Es la hora límite para la mayoría de los locales polacos, me dice ella. De acuerdo. Rebaña el tomate. Apura la cerveza. Vamos a probar el café polaco en otro sitio.

Por el camino nos topamos con varios chicos. Tienen una guitarra hecha mierda y han estado malcantando en una fea plaza cercana. Hablo con ellos para pedirles el instrumento y parecen algo locos. Lanzo entonces un par de acordes naturales, que ellos interpretan como flamenco, y aplauden. Tipical spanish! Están medio en serio medio en broma, y como a Cynthia no le hacen ninguna gracia, nos vamos. No me fio de nadie aquí. Hombre, los universitarios… suelen ser inofensivos. Aunque quién sabe. Encontramos ese café y pruebo un poco del capucchino de Cynthia. Todo cambia algún día para alguien. Y menester es que así sea.

De camino a la residencia paramos en una gasolinera a comprar el desayuno del día siguiente. Zumo, chocolate, galletas. En Cádiz estas cosas aparecen en la despensa sin esfuerzo por mi parte. Desayunar solo en ese cuarto sin mesa va a ser… ¡Vamos a quedar para casi todo, tranquilo, mi niño! Hablamos de la soledad, de la cercanía. Sí, también yo necesito mi espacio. 

Al llegar a la Residencia Cynthia me señala su bloque, el número 2, y me insta a subir para conectarme a Internet: Un trabajador tiene que venir a ponértelo, mientras tanto, ya sabes. Sin embargo, la vigilante de su bloque me corta el paso. Nie, nie. Joder. A partir de las once no pueden pasar extraños. Bien. Nos despedimos y quedamos en vernos mañana en cualquiera de las dos habitaciones, para desayunar.
Que así sea.

He llegado a mi habitación y he sonreído. El 28 de Septiembre de 2011 ha ido de maravilla en toda su complejidad, y después de pensar en sentarme a escribir, he visto un par de videos antiguos y he llamado a Sheila. Casi media hora hablando con ella habrá salido carísimo, claro, pero era necesario ir a la cama sonriente del todo. Redactar este larguísimo texto, además, precisaba de fuerzas amorosas dado el título, fecha de nuestro “mesario”, y esta noche no podía significar otra cosa que nostalgia.

Todo sea por la experiencia, sin embargo. Aquí, a cada paso, cada calle, cada persona, luce una nueva.









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